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Antonio Papell

Por un gran proyecto de futuro

Hoy celebramos las llamadas elecciones del cambio, que por primera vez en democracia obligarán a los actores que consigan representación parlamentaria a pactar laboriosamente un gobierno, que será por fuerza fruto de una alianza. En teoría, semejante fórmula, que excluye no sólo las mayorías absolutas sino los gobiernos monocolores capaces de suscribir con alguna minoría un pacto de legislatura -como los de 1993 y 1996, del PSOE y del PP respectivamente-, debería engendrar gobiernos más inestables que los que hemos tenido hasta ahora, pero este riesgo no ha de inquietarnos si cunde la cordura. Después de todo, a pesar de vaivenes y vacilaciones, nuestro régimen ha adquirido consistencia y no hay peligro apreciable de que pueda tambalearse por cualquier razón.

No hay, pues, razones para temer por la solidez del sistema, por la verticalidad de las instituciones, por la gobernanza futura de este país. Hay sin embargo un temor diferente, más abstracto pero quizá por ello más inquietante: es el de que quienes van a ser designados por la soberanía popular para representar a la ciudadanía y actuar en su nombre no hayan entendido completamente el mensaje lanzado por el cuerpo social.

En estos cuatro años que concluyen, ha habido una gran efervescencia intelectual y social, causada por la profunda crisis económica y por la impericia y falta de ética de la clase política, que nos ha obsequiado con un repertorio inefable de casos de corrupción. Los grandes partidos políticos no han estado a la altura de las circunstancias, no han honrado sus promesas electorales, no han dado ejemplo de integridad, no han antepuesto los intereses generales a su propia conveniencia. Y ello ha provocado reacciones airadas, incluida la gran eclosión separatista catalana, que ha sido posible porque la reclamación de los independentistas se ha planteado -inteligentemente por su parte- como una reacción a la falta de tacto y de reflejos del establishment, incapaz de ver que las heridas infligidas a la sensibilidad catalana no podían salir gratis.

Pero todos estos incidentes en el camino español no son una simple suma de problemas que haya que resolver por separado. Forman un todo que ha de abordarse con responsabilidad y sentido de la globalidad. Porque, como ha escrito Antonio Navalón, "es conveniente no olvidar que la crisis va más allá de la clase política y que ha motivado el surgimiento de las nuevas formaciones. Se trata de una crisis sistémica de liderazgo que perjudica a casi todos los órdenes de la vida española".

Quiere decirse que no sería de recibo que, una vez celebradas las elecciones y conseguida una fórmula de gobierno más o menos estable, los depositarios del poder ejecutivo y de la iniciativa política se dispusiesen a capear el temporal abordando con premiosidad los problemas a medida que se presenten. Por el contrario, quienes formen gobierno deberán aprestarse a plantear un plan integral de modernización que parta de la revisión constitucional, que establezca un sistema de vigilancia ejemplar contra la corrupción y que intente, de manera activa, ilusionar a un cuerpo social que está confuso, que ha perdido en gran medida la ilusión y que no sabe cómo va a resolverse la manifiesta decrepitud del modelo. El temor consiste, en definitiva, en que, ya sin el acicate de las urnas, quienes se hagan con el poder, más por exclusión que por verdadera devoción, olviden que el mandato que reciben es muy concreto y consiste en elaborar un gran proyecto de futuro, en llevar a cabo una revisión a fondo del Estado, un nuevo proceso de transición hacia una democracia más depurada, más íntegra, más solvente y más equitativa.

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