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Antonio Papell

Violencia en un país en paz

La agresión de un joven delincuente al presidente del Gobierno en el tramo final de la campaña electoral ha deteriorado injustamente el desarrollo normal de una compleja y difícil campaña electoral que se había desarrollado en paz y con la proverbial cordura que caracteriza a la ciudadanía de este país.

El agresor, menor de edad, pertenecía a la extrema izquierda municipal y espesa vinculada al independentismo radical gallego, y aunque ingirió sin duda los efluvios ideológicos de semejantes grupúsculos, actuó según parece en su solo nombre. Por lo que sería profundamente injusto que esta acción detestable y aislada sirviese a algunos para caracterizar un proceso de cambio político que fluye con absoluta normalidad y por sus cauces. O que generase una prevención patológica frente a un cuerpo social sano y tolerante frente al que, tras el fin de la violencia etarra, se habían relajado las medidas de seguridad que protegen a los titulares de la instituciones. En este sentido, el daño está ya hecho y la vigilancia deberá extremarse pero no haríamos bien pasándonos por el lado de la seguridad.

Si pese a la incuestionable gravedad de lo sucedido toda violencia es grave, y la que tiene trasfondo político todavía más, hacemos abstracción de este suceso detestable, llegaremos sin duda a la conclusión de que tenemos muchas y serias razones para mostrar satisfacción por el país en que vivimos. Durante la crisis, la mayor que hemos padecido en muchas décadas y que ha llegado a generar bolsas de hambre física, no ha habido la menor señal de xenofobia tan habitual en otros países del entorno, ni episodios insoportables de tensión a consecuencia de la a veces sangrante inequidad. Los conatos de violencia callejera las manifestaciones provocativas, los acosos y los escraches que se han producido han encontrado la crítica frontal y solvente de toda la sociedad, y sus promotores han terminado entendiendo que estaban saliéndose del terreno de juego político y han regresado rápidamente a él. Por ello puede decirse sin ambigüedad que la gran recesión no ha perturbado la convivencia.

Asimismo, cuando también aquí se ha ampliado el panorama político por el cansancio producido por las fuerzas tradicionales y la comprensible demanda de cambio y novedad, las formaciones emergentes han terminado convergiendo en el centro de espectro, al contrario de lo que ha ocurrido en países cercanos como Francia (Frente Nacional) o el Reino Unido (UKIP). Incluso Podemos, que nació de la protesta durante la etapa más dura de la crisis y que mostró al principio cierta dureza verbal, se ha moderado hasta mostrar hoy un rostro racional, democrático y conciliador. También hay que alegrarse porque el conflicto catalán, políticamente grave y que ha tocado las fibras más sensibles de los ciudadanos, no ha tenido la menor deriva heterodoxa ni violenta, y todo él se ha conducido por cauces estrictamente dialécticos.

Así las cosas, deben cesar en sus análisis los apocalípticos que manifiestan que la acción incalificable de Andrés V. F. es la culminación de una escalada de violencia verbal contra el PP y contra Rajoy. Es mentira. La campaña electoral que concluye, que ha tenido que dirimir asuntos muy arduos las responsabilidades políticas derivadas de la crisis, la insoportable corrupción, el conflicto catalán, ha discurrido con pasión y con intensidad, pero dentro de los cauces democráticos, sin desviarse un ápice de la caballerosidad de fondo que debe presidir el debate democrático en una sociedad adulta y madura. Andrés V. F. es un inadaptado social que merece un castigo, y no el reflejo de alguna patología colectiva, que sólo está en la mente calenturienta de quienes miran el panorama con evidentes prejuicios.

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