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Jose Jaume

Reforma constituyente

En los meses previos a las elecciones del 15 de junio de 1977 parece que ni el rey Juan Carlos ni su presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, pensaban seriamente en abrir un proceso nítidamente constituyente. El borroso proyecto que estaban diseñando conducía inexorablemente a la implantación de una monarquía parlamentaria del mismo cuño que las existentes en Europa, pero, y ahí radica el asunto, a partir de las leyes franquistas; es decir: una amplia y profunda reforma de la legalidad que posibilitara el tránsito a la democracia. Cuando tuvieron en la mano el resultado de las elecciones rápidamente concluyeron que las nuevas Cortes o eran constituyentes o no se iba a ninguna parte. El rey y Suárez, pragmáticos y decididos, hicieron lo adecuado: abrir el proceso constituyente pactándolo con la oposición, sin traspasar determinadas líneas rojas, básicamente las establecidas por los generales de las Fuerzas Armadas, que vetaban el cuestionamiento de la jefatura del Estado: Juan Carlos era el rey por expresa decisión de su caudillo y nada había que debatir. El resultado fue la Constitución de 1978. Previamente, se había llegado a otro pacto entre reforma y ruptura, un compromiso que pudo definirse como la reforma rupturista. Lo cierto es que el arreglo ha funcionado casi cuatro décadas.

Ahora, salvando las distancias, por supuesto, que haya que salvar, que no son pocas, estamos en una tesitura que guarda ciertas semejanzas: la Constitución requiere de una profunda reforma, a la que solo se opone el PP de Mariano Rajoy. Reiterémoslo: el PP de Rajoy. Otro PP, el que saldrá de las elecciones del domingo, dejará de estar bunkerizado, necesariamente tendrá que bajar del monte y aceptar que los cambios son inevitables. Está por saberse si quien dirija en los próximos meses el partido conservador es capaz de emular a Suárez, tanto en ambición como en audacia. Rajoy, desde luego, no, aunque indignamente haya tratado de apropiarse de la figura del primer presidente de la democracia con la ayuda del hijo de éste, que no ha heredado ni la sombra de las cualidades del padre. Ninguna.

Del resultado electoral dependerá la fuerza con la que se inicie la reforma, que será constituyente o naufragará. La quieren los llamados partidos emergentes, Podemos y Ciudadanos, que, si las encuestas no son un fracaso absoluto, entrarán con fuerza decisiva en el Congreso, y la defiende el PSOE, aunque todavía no haya explicado cómo la desea, ni hasta dónde está dispuesto a propiciarla. Lo de las listas electorales abiertas no es de su agrado, porque, al igual que el PP, teme perder el control ejercido con mano de hierro en las décadas precedentes, lo que entre otras anomalías ha generado que los diputados sean inocuas marionetas.

La reforma constituyente que se vivirá en 2016 requiere que quien esté en la presidencia del Gobierno disponga de dos cualidades fuera del alcance de Rajoy: osadía y una infinita capacidad de negociación. La pregunta es pertinente a cuarenta y ocho horas del decisivo encuentro con las urnas: ¿es imaginable que sea el actual presidente del Gobierno quien promueva la reforma, quien convoque a las fuerzas políticas para adentrarse en una nueva senda constituyente? No hay posible cavilación: no; Rajoy no es el estadista llamado a iniciar la denominada segunda transición. Albert Rivera lo ha descartado, ha dicho hasta la saciedad que no avalará su investidura. Sin el respaldo de Ciudadanos, que está por ver que sume, Rajoy no será presidente en la nueva legislatura.

Una acotación necesaria: en Europa occidental un jefe de gobierno concernido por escándalos como los que han sacudido al PP habría presentado de inmediato la dimisión o su propio partido lo apartaría del cargo. La continuidad de Rajoy constituye una anomalía que será analizada en los textos de ciencia política del futuro.

¿Qué alcance tendrá la reforma constituyente? Esa es la pregunta que todavía carece de respuesta; no la tiene por un doble motivo: sin conocer cuántos diputados obtienen el domingo las cuatro fuerzas políticas dominantes: PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos, no se puede establecer un diseño de por dónde irán las cosas; también hay que estar muy atentos a lo que suceda en Cataluña y, en menor medida, en el País Vasco. La potencia con la que lleguen al Congreso las candidaturas de Esquerra Republicana y la de la reinventada Convergencia no podrá ser obviada. Lo sabe el más antinacionalista de los líderes políticos españoles, que no es otro que Albert Rivera. En Cataluña se sitúa una de las fallas del sistema. No es ninguna novedad, sino una constante en la historia española del último siglo y medio. Un nuevo pacto constitucional con los partidos mayoritarios en el Principado, capaz de durar una generación, se impondrá; de lo contrario la situación devendrá en potencialmente explosiva.

El lunes, la política española será diametralmente opuesta a la que ha prevalecido desde 1978. Se arrumbarán vicios muy asentados y no menos admitidos; la España del PSOE y del PP, incluida la postrera de esos cuatro lamentables años, dejará paso franco a algo para lo que muchos de los que han sido actores principales de la época precedente no están preparados para vivir; tampoco muchos de los de reparto podrán seguir siéndolo. El nuevo tiempo ha asomado claramente en una campaña electoral inédita, sorprendente, que ha dejado con el miedo en el cuerpo a los de siempre. Ver cómo Pablo Iglesias y Albert Rivera llenaban escenarios en Madrid a los que no se han atrevido PP y PSOE es un síntoma, al igual que las desorbitadas audiencias que los debates han alcanzado en las televisiones. Más de nueve millones de espectadores.

Son los indicadores de que es otro mundo el que el domingo saldrá a escena. Algunos siguen sin ser capaces de entenderlo. Pero la fuerza del cambio no va a poder frenarse. Los pragmáticos tratarán de embridarla. El Congreso de los Diputados será una cámara en la que desde mediados de enero se hará política, mucha política. La que urge que aflore.

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