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Joaquín Rábago

Lecciones de moral de Occidente

Aveces habría que estudiar nuestra historia, la de Occidente, y ser un poco más humildes a la hora de presumir de superioridad moral o pretender dar lecciones de democracia y de derechos humanos a otros pueblos. Es lo que nos enseña, por ejemplo, el gran lingüista e incansable activista político estadounidense Noam Chomsky en sus numerosos artículos, ensayos y libros de conversaciones con otros pensadores.

Como corresponsal de la agencia EFE en Washington, tuve la suerte de entrevistarle varias veces, siempre que quería contrastar la versión oficial de la política estadounidense con la voz de un intelectual independiente y crítico. En los cuatro años que trabajé en aquel país siempre me sorprendió la poca atención que allí le prestaban los grandes medios de comunicación frente al interés que despertaba a este lado del Atlántico o en la propia Latinoamérica.

Chomsky ha sido siempre un intelectual incómodo para el pensamiento dominante, entre otras cosas por sus denuncias de la hipocresía y el doble rasero de Estados Unidos y de Occidente en general a la hora de tratar con otros países. Recientemente cayó en mis manos un libro suyo de conversaciones que aún no conocía y en el que Chomsky tiene como interesante interlocutor al periodista de investigación y documentalista de origen ruso, aunque residente en Nueva York, Andre Vltchek.

Bajo el título para muchos seguramente chocante de Terrorismo occidental (editorial Txalaparta), esos dos profundos analistas de los medios de comunicación occidentales y conocedores directos del mundo en desarrollo cuentan verdades sobre Occidente que muchas veces se nos edulcoran o sencillamente se nos escamotean. Por ejemplo, nos recuerdan que desde el final de la Segunda Guerra Mundial en torno a cincuenta y cinco millones de personas han muerto como consecuencia del colonialismo o en nombre de "consignas tan nobles como libertad o democracia", a las que con tanta alegría se recurre últimamente para justificar supuestas intervenciones humanitarias.

Señalan ambos cómo tantas veces nuestros dirigentes y los medios de comunicación o intelectuales a su servicio han intentado justificar las peores acciones demonizando a gobernantes a los que había que derrocar por un nacionalismo que ponía en peligro los intereses económicos occidentales o porque, tras años de cooperación con Washington, se habían vuelto de pronto díscolos. Robert Mugabe, por ejemplo, se convirtió en "malvado" para Occidente cuando rechazó el segundo intentó del derrocamiento del gobierno de la República del Congo por fuerzas ruandesas apoyadas por Occidente. Y todo el mundo sabe lo ocurrido con el iraquí Sadam Husein o el panameño Manuel Noriega, quienes habían colaborado durante años con la CIA.

Chomsky y su interlocutor hacen comparaciones interesantes: por ejemplo, la India está considerada como la mayor democracia del mundo y, sin embargo, según el premio Nobel Amartya Sen seguramente murieron allí unos 100 millones de personas por culpa de la falta de reformas en sanidad y educación más de las que hubo en los mismos años durante el período maoísta de China. O afirman que la invasión por Estados Unidos de Panamá para deshacerse de Noriega, acusado de narcotráfico después de que se negara a cooperar con los "contras" en la vecina Nicaragua, fue peor en cuanto al número de muertos que la que llevó a cabo Sadam Husein contra Kuwait.

Ambos se refieren a otras mortíferas intervenciones apoyadas por Occidente, como el golpe de Estado de Suharto en Indonesia contra el primer presidente de ese país, el nacionalista Sukarno, que resultó en una espantosa masacre de comunistas, intelectuales y de la minoría china de la antigua colonia holandesa. Por cierto que Chomsky y Vltechek nos recuerdan que el presidente Obama pasó parte de su niñez precisamente en Indonesia después de aquel golpe sangriento en un barrio de clase media alta en una época en la que el régimen militar y sus simpatizantes mataron aproximadamente a la mitad de los profesores de Java. Y cómo el presidente Clinton recibió en 1995 al golpista Suharto como "uno de los nuestros". Por ese y otros muchos episodios que se cuentan en el libro, estamos para dar pocas lecciones.

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