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Matías Vallés

Al Azar

Matías Vallés

Un golpe en plena campaña

Freud defendía que "el primer ser humano que arrojó un insulto en lugar de arrojar una piedra, fue el fundador de la civilización". De ahí que la primera enmienda a la Constitución estadounidense proteja el lanzamiento de insultos pero no de piedras, sin que la economía del gigante se haya resentido de esta opción. La España del honor calderoniano castiga por supuesto con más fuerza las ofensas a honorabilidades discutibles que un puñetazo. Isabel Preysler ocupó los juzgados, desde la primera instancia al Tribunal Constitucional y vuelta, por las indiscreciones de una empleada sobre la tersura de su piel. Nunca se discutió la veracidad. A tal señora, tal honra.

La agresividad verbal favorece una campaña sin violencia, pero no ha evitado que Rajoy recibiera un puñetazo de un familiar de su esposa. Su calidad de presidente del Gobierno se eleva por encima de la condición de candidato, y el impacto se transmite al país entero. Arrastra por supuesto repercusiones políticas. La primera es el deficiente funcionamiento de la carísima seguridad presidencial. En cuanto a si puede o debe influir en el voto, ¿por qué no? Se deposita la papeleta por detalles como el atractivo físico o la prosodia de un candidato, no menos peregrinas que la hucha de las pensiones. Otra cosa es el sentido de la influencia.

El golpe en plena campaña recuerda que la democracia no se basa en el sudoroso intercambio de abrazos con los aspirantes, sino en guardar las distancias. Rajoy ha sido agredido en la única intimidad a proteger en un político, que es su propio cuerpo. Un loco no atiende a razones, pero el antídoto más útil contra la violencia consiste en estimular una discreta indiferencia hacia los candidatos, en ningún caso incompatible con la asistencia a un mitin. Frente a la flema sajona que recomienda levantarse tras el golpe, sacudirse el polvo y reemprender el camino, la sobrerreacción también calderoniana aislará con celofán a los gobernantes de sus patrocinados. De ahí que proceda enfatizar que la prioridad democrática no consiste en proteger a los gobernantes de los ciudadanos, sino en proteger a los ciudadanos de los gobernantes.

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