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Columnata abierta

Sexo en campaña

Vuelve a circular estos días una foto antigua de Albert Rivera en el pasillo de un tren, marcando un paquete descomunal mientras habla por el móvil. La primera publicación de esta imagen coincidió más o menos en el tiempo con el éxtasis colectivo que provocó Pablo Iglesias en aquel mitin multitudinario de Podemos en Vista Alegre. Una conocida bloguera de izquierdas, asistente al acto, escribió que Coleta Morada desprendía follabilidad por los cuatro costados. Me consta que esta opinión es compartida por algunas votantes de Vox. Por entonces Pedro Sánchez llevaba ya unos meses arrasando a selfies cada pueblo que visitaba, con aquellos trajes guardiolescos y una sonrisa de Ken que trataba de enamorar a una España convertida en Barbie colectiva. Rajoy aún no jugaba al futbolín en televisión, agazapado tras un plasma que no conseguía ocultar su leve estrabismo ni los brillos perpetuos de su frente. El PP estaba en caída libre en todas las encuestas, y todo apuntaba a que, por fin, el gobierno de este país iba a estar en manos de un hombre guapo. En esta campaña electoral, algunas crónicas de los mitines de los líderes emergentes desprenden un aroma fálico o lúbrico, según el sexo de quien las firma que tumba de espaldas, y nunca mejor dicho.

En aquellos meses emergentes de la nueva follabilidad, perdón, de la nueva política, comenzaba a despuntar en Barcelona una desconocida Inés Arrimadas. Una periodista catalana me puso sobre la pista de sus brillantes intervenciones en el Parlament. Añadió que era muy guapa, y que todo el mundo comentaba que su jefe, Albert Rivera, se acostaba con ella. Lo dijo así, como de pasada, sin darle importancia. Eran los tiempos de los comentarios troglodíticos sobre los escotes y las minifaldas vertiginosas de Tania Sánchez en el programa Al rojo vivo, hasta el día que se le soltó un botón de la blusa, y aquel canalillo fue la entrada al volcán profundo y oscuro de las redes sociales. De los modelitos sosos de Andrea Levy hemos leído de todo, y también de sus hombros bronceados y del maquillaje gótico de sus ojos. Las fotos de Teresa Rodríguez desnuda en una playa mucho antes de ser la candidata de Podemos a la presidencia de la Junta de Andalucía inundaron las portadas de todos los digitales serios de este país. De lo publicado sobre ella en los vertederos de internet prefiero no acordarme. Hoy, ser guapo es un valor en política, pero ser guapa acarrea un peaje difícil de soportar, sobre todo si tenemos en cuenta que ha calado en la opinión pública la idea contraria. La belleza femenina, dicen, abre las puertas para entrar en el hermético mundo masculino del poder político. Pero lo siguiente es cerrar con violencia esas mismas puertas para ver si así, mientras acceden, les partimos su bonita cara. Y no conviene engañarse: ese portazo no es sólo masculino.

La dictadura de lo políticamente correcto brinda una protección extra a mujeres inútiles sólo por una cuestión de género. No digo que esté mal, porque las tontas tienen como mínimo el mismo derecho a la compasión que los tontos, si es que de verdad creemos en la igualdad. Lo que resulta injusto es el escrutinio al que se ven sometidas las mujeres guapas, las dudas sobre sus méritos, su capacidad y la manera de acceder a los puestos de responsabilidad, sólo por ser físicamente agraciadas. A mi esos prejuicios me parecen especialmente inmerecidos cuando provienen de otras mujeres, aunque sean feas y por tanto ellas no sufran el problema. Sufren otros, claro, pero eso no otorga derecho a despellejar a sus congéneres de rasgos más afortunados, ni a recelar de su capacidad en función de la longitud de sus piernas, o la talla de sujetador. Es obvio que esto no sólo ocurre en el ámbito de la política. Hace unos días el Magazine dominical de esta casa dedicaba seis páginas completas a las relaciones entre hombres políticos y mujeres modelos. Féminas con poder, influencia, popularidad, independencia, éxito económico? sin embargo en el reportaje no aparece ni una vez la palabra inteligencia referida a ellas. Por citar un nombre de los que aparecen en esa crónica, Kate Moss es una señora que hace tiempo que se mete por la nariz y entre las piernas todo lo que le parece oportuno. Es de idiotas pensar que lleva casi dos décadas entre las cinco modelos mejor pagadas del mundo sólo por su cara bonita y esa mirada imposible de ángel pecador. Las guapas tontas, que las hay, no duran tanto en este negocio. Es lamentable el enfoque del reportaje, pero lo más sorprendente es que lo firme una mujer.

Ese machismo subliminal está tan arraigado en nuestra cultura que lo asume sin querer el feminismo radical. A Soraya Sáenz de Santamaría le han criticado por acudir a un debate en el lugar de Rajoy, por prestarse a hacer un papelón y por elegir mal a su jefe. Es vicepresidenta del Gobierno, número dos de la lista del PP por Madrid, y la mujer que ha acumulado más poder en España en el último periodo democrático. Pero también la hubieran criticado por no ir y enviar a Alfonso Alonso, o a Pablo Casado, o por el rouge del pintalabios, qué más da. En el caso de Rivera nos fijamos en el ancho de sus brazos embutidos en unas mangas a punto de estallar. Y en Iglesias es sexy el sudor de sus axilas, que demuestra que el tipo estaba en tensión ganándose el puesto de trabajo como aspirante a jefe de su nueva novia y futura vicepresidenta, Irene Montero. De ella también se destaca que es joven y guapa, la Soraya de Podemos. Por desgracia, la hemeroteca y las redes sociales demuestran que esa visión sexista, esa falsa condescendencia y ese paternalismo hipócrita no es una cuestión de género ni de ideología.

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