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Antonio Papell

La buena salud de la política española

Hay una tradición cultural española, más o menos genuina, más o menos impostada, que nos vincula al pesimismo histórico. Según ella, nuestro devenir sería una sucesión de episodios que compondrían una gran tragedia colectiva. Y los analistas que se apuntan a esta propensión, estarían inclinados a denigrar lo que ven, a buscar el lado más negativo e inhóspito de los acontecimientos. De hecho, si se mira alrededor, se verá que el panorama que describe nuestro sistema mediático es muy gris, quizá porque se confunde con demasiada frivolidad la incertidumbre con el infortunio. Hoy, en efecto, a las puertas de unas elecciones generales llenas de novedades, abunda la incertidumbre pero no hay razones de peso para la negatividad. Antes al contrario, existen más argumentos esperanzadores que de costumbre en estas coyunturas.

Ha tenido que ser un periodista de origen británico, John Carlin, quien ha escrito un análisis discordante con el ambiente general. En el trabajo La envidiable política española, se congratula de que, en un occidente globalizado en que han proliferado últimamente muchas formaciones antisistema y personajes radicales de ambos extremos, en España han surgido dos fuerzas nuevas de plausible moderación y de considerable consistencia intelectual si se las compara con sus congéneres de otros países. Y se ha producido un espontáneo rejuvenecimiento de la escena pública que, al menos en nuestro caso, ha oxigenado el panorama general y ha sacado la política de un grave descrédito, debido a la perversa conjunción de una gran impericia ante la gravísima crisis unida a una epidemia poco soportable de corrupción.

Mientras en los Estados Unidos destaca en los prolegómenos de las próximas elecciones un indeseable racista y misógino como Donald Trump, mientras en Francia lo nuevo surge bajo el embozo de la extrema derecha de siempre, mientras en el Reino Unido el UKIP de Nigel Farage recogía en las pasadas elecciones cuatro millones de votos y la izquierda laborista se ponía en manos del anticuado Corbyn, aquí han surgido dos nuevas opciones bien elaboradas que, tras las lógicas vacilaciones iniciales, están forzando una renovación real del sistema, van a desatrancar el bloqueo constitucional y se disponen a impulsar la modernización de un régimen que va a cumplir cuarenta años y que, aunque goza de buena salud, necesita determinadas reformas y unas manos de pintura. Y, por fortuna, los dos recién llegados, Ciudadanos y Podemos, han demostrado la madurez necesaria para no plantear rupturas ni mudanzas demasiado súbitas, aun sin renunciar a su legítima y deseable voluntad de cambiar las cosas.

La ampliación del abanico representativo de este país ha tenido lugar cuando los dos grandes partidos tradicionales, cerrados sobre sí mismos y con un discurso introspectivo y endogámico, se encontraban por completo agotados, aislados del exterior y sin recibir prácticamente influjos sociales significativos. Y no es seguro todavía que la llegada de savia nueva a escena haya cambiado los viejos hábitos, por lo que está por demostrar que se ha creado una conexión fecunda entre la política y la sociedad que desemboque en una mayor participación de las bases en la superestructura de lo público. De momento, la mayor complejidad augura más ideas, más debates y mejores controversias pero no asegura la permeabilidad de las instituciones ni garantiza la conexión entre ciudadanía y elites representativas. Por lo que habrán de ser las reformas pendientes, empezando por la constitucional, las que lubrifiquen los mecanismos del poder y garanticen la oxigenación y la transparencia de de los centros de decisión, que deben quedar en todos los sentidos al alcance de todos.

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