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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Cuatro años más tarde

Con la economía en principio encauzada, el próximo 20-D se dirimirá principalmente el cambio constitucional - Todos los partidos lo exigen, menos el PP que tampoco se ha cerrado a ello - De los equilibrios de poder que surjan de las elecciones dependerá la nueva estructura institucional

La España que encara las generales del 20 de diciembre es un lugar muy distinto al de hace cuatro años. Es un país mucho más endeudado, pero con un menor déficit; con una tasa de paro equivalente a la que dejó Zapatero, aunque con sensaciones muy diferentes. En 2011, la preocupación central era la suspensión de pagos a nivel nacional y una eventual ruptura del euro. Una prima de riesgo explosiva impedía financiar las economías de la Europa periférica. Grecia, Portugal e Irlanda tuvieron que ser rescatados bajo la supervisión de los hombres de negro y la Troika comunitaria. Sin el mensaje de Mario Draghi -"créanme, será suficiente" -, seguramente la moneda única ya no existiría y se habría malogrado el futuro de varias generaciones de españoles y europeos. El país que heredó Rajoy se acercaba peligrosamente a la noción de Estado fallido. El minirrescate al sector financiero permitió evitar que se interviniese la totalidad de la economía, lo que hubiera supuesto recortes aún más brutales a las políticas sociales y, sin duda, tasas explosivas de paro. La misma importancia tuvo que se evitase el contagio a Francia y a Italia, cuyos sectores públicos pendían también de un hilo. La receta Rajoy no fue el reformismo radical, sino ir resistiendo paso a paso, anunciando mucho aunque ejecutando menos de lo que le exigían los acreedores internacionales. Congeló el sueldo a los funcionarios, pero les devolvió la paga extra suprimida el primer año. Apenas tocó la estructura territorial del Estado, -no suprimió diputaciones ni ayuntamientos-, pero sí les apretó las tuercas presupuestarias. Los recortes en la prestación del paro se aplazaron para el final de la legislatura, cuando ya se confiaba en un cierto repunte de la actividad. La liberalización de sectores clave -el energético, por ejemplo- fue bastante menor a la prevista y, en lugar de recortar las pensiones, optó por subir los impuestos y las tasas. En muchos sentidos, el país se ajustó a sí mismo, con el gobierno intentando salvar los muebles en vez de guiar el cambio. Los pecados de Rajoy fueron más de omisión que de obra. En algunos campos, como el educativo, sus resultados no han sido buenos en absoluto. En otros, como el económico, la falta de reformas pasará factura en un futuro. Pero, desde luego, el latido general de la sociedad resulta muy distinto al de hace cuatro años. A pesar del empleo precario y de sueldos miserables, los vientos de la recuperación económica empiezan a soplar a favor.

Sin embargo, la política en general ha empeorado. La crispación se ha extendido de los partidos a la sociedad, el relato de la Transición ha entrado en crisis, Cataluña amenaza con romper el Estado y el catalanismo político -con su sentido pactista- ha desaparecido del mapa. No sólo esto; la confianza en los partidos y en nuestros representantes se ha desmoronado y las elites han sido incapaces de ceder privilegios. De algún modo han vuelto las dos Españas, aunque esta vez los binomios enfrentados sean múltiples: la periférica contra la central, la rica contra la pobre, la que mira con simpatía la Constitución del 78 contra la que reniega de ella, y así un largo etcétera. Como consecuencia, han surgido nuevos movimientos y quizá el bipartidismo haya llegado a su fin; al menos durante un tiempo. El colapso del PSOE supondría un acontecimiento sísmico de proporciones colosales para la democracia española. Una fracturación similar de la derecha conduciría, por su parte, a la clara italianización del Parlamento. La dejación de Mariano Rajoy ha sido en este sentido especialmente culpable; la falta de liderazgo político -quiero decir-, de discurso regenerador.

Con la economía en principio encauzada, el próximo 20-D se dirimirá principalmente el cambio constitucional. Todos los partidos lo exigen; menos el PP, que tampoco se ha cerrado a él. De los equilibrios de poder que surjan de las elecciones dependerá una nueva estructura territorial, la actualización de las instituciones y, tal vez, una solución al problema catalán. Lo que llama la atención es comprobar cómo cambian las prioridades. Hace cuatro años eran pocos los que ponían en duda las bondades de la Constitución. Ahora ya no es así.

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