Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

De otro tiempo y de ahora

En la Palma de los 70 hubo distintas escuelas de la vida. Eran lugares o casas donde la vida se aprendía en compañía no sólo de otros aprendices, sino de un arte o una ciencia, según el caso. El piso del escritor Cristóbal Serra fue para algunos -Paco Monge, Carlos Garrido, Eduardo Jordá, yo mismo- la mejor escuela universitaria de la isla, entendiendo la palabra universitaria en su sentido más estricto pero también más completo. El bar Chotis, de Bert y Maruja, allá en Gomila, fue otra de aquellas escuelas. La mayor parte de la música que amamos los de mi generación -aquellos para los que la música es esencial en nuestra vida-, la conocimos en la colección de discos del taciturno Bert, sentado en su esquina detrás de la barra, justo al entrar en el bar de la calle Nube. Hubo otros lugares y entre todos formaron nuestra Atenas y nuestra particular Edad de Oro. Quien estuvo guardará su herencia impagable hasta que esto acabe. Quien haya escuchado por primera vez 4 Way Street, de Crosby, Stills, Nash & Young -sí, el gran Neil Young- en el tocadiscos de Bert, sabe de lo que hablo.

Una de las personas que frecuentaban El Chotis entonces, era un par de años mayor que nosotros y sabíamos que había entrado y estaba en la barra por su risa. Cualquiera que estuviera ahí sabe que acabo de citar a Juan o Joan Rigo. Cuando Juan Rigo estaba en El Chotis se escuchaba de repente una risa potente, tan grave como fresca, que iluminaba súbitamente un fragmento del bar. Aquella risa, tan vital y expansiva, tenía algo protector para todos nosotros y le daba a la vida una seguridad de la que entonces carecíamos. Juan Rigo -o Joan Rigo, a mí me da igual y sospecho que a él también- era entonces uno de esos espíritus tutelares que tan escasos son en la vida, donde no es la generosidad el rasgo humano más habitual. Si estaba él, nada iba a torcerse o salir mal. Sigo pensando que conserva ese don. Y no sólo lo conserva sino que lo ejerce, pero a eso iré más tarde.

Un buen día Juan desapareció de Palma. Se marchó. A veces nos llegaban noticias de alguna isla del Egeo y otras de París. Aunque la maldad parezca muy inteligente y goce de gran predicamento en una tertulia o en una conspiración -o en una cultura desconfiada como la local-, siempre he creído que hay una bondad alejada del sentimiento popular -‘de bo, bo, coió’- y que no es más que un estadio superior de la inteligencia. Joan Rigo tiene algo de eso, también, y la confirmación de tal inteligencia es, precisamente, su elección geográfica. Un hombre que vive medio año en las islas griegas y el otro medio en París, puede pasar perfectamente por ser el más inteligente de nuestra generación. En cuanto a elección de vida, al menos, rompiendo con el fatum, sin dejar de ser quien es -y detrás de quien es, está (como en todos nosotros) Mallorca-.

El cónsul de Grecia en Mallorca es mi amigo Pepe Cilimingras y el cónsul de Mallorca en Grecia es Joan Rigo. Palinuro de Mallorca. Lo saben las docenas y docenas de mallorquines que han viajado en su barco por las aguas del Egeo. Y saben, además -los que no lo conocieron en nuestra particular Edad de Oro-, de su tutela natural y de su proyección en el mar, otro espíritu odiseico y barraliano. Si se navega con él, se está seguro y se va a ser feliz, y eso que nunca he pisado su barco. Como cuando oíamos su risa en la penumbra del Chotis. Esto ha hecho, también, que Juan, pese a haberse ido de la isla, no se haya ido del todo. No hablo de él. No lo digo porque recale entre nosotros de vez en cuando. Hablo de los demás. De los que se quedan y nos quedamos. Cuando un mallorquín abandona Mallorca, desaparece. Esta es la tradición. Al regresar, al cabo de los años que sea, nadie le preguntará por lo que ha hecho -no interesa lo que haga lejos, aunque se conozca a la perfección y se disimule- pero se le saludará como si no se hubiera ido, ni hubiera hecho nada fuera de aquí (y aquí tampoco, que no es cuestión de exagerar). Con Joan Rigo todos necesitamos saber que continúa navegando por aguas griegas y que la temporada del beaujolais está en París o pasa por Burdeos. Saberlo nos hace un poco mejores, aunque no lo seamos.

Para tranquilizarnos -yo creo que lo hace única y exclusivamente para eso- Juan Rigo manda a Diario de Mallorca unas crónicas que van de Grecia a Francia, como quien bebe retsina los días pares y champán los impares. Es decir, del origen de nuestra civilización al refinamiento superior de nuestra civilización. La elección, repito, de un hombre inteligente (y sentimental). Ahora ha reunido estas crónicas en un libro que no he visto pero que he leído en su mayor parte, domingo a domingo, en estas mismas páginas. El miércoles de esta semana lo presentó en Palma y fue un llenazo. Me gusta pensar que ese llenazo no es más que la expansión del espíritu de Joan Rigo. De la bondad citada más arriba y a la que la sociedad -su propia sociedad, es decir, la nuestra- premia y agradece, como se agradecen la risa o un bálsamo, la pura alegría y la compañía cómplice. En una época tan tensa como ésta, ya no les digo la de Juanes Rigo que son necesarios. Tenemos la suerte de disfrutar de uno y siempre hay algo festivo en volverlo a encontrar -aunque sea diez minutos o media hora- por las calles, los bares o los restaurantes de Palma. La ciudad que nos enseñó gran parte de lo que somos: a Juan y a todos nosotros, los que quedamos de entonces.

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