Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Borrados

El otro día me propuse borrar algunos números inútiles de la lista de contactos del móvil. Eran números de gente que apenas conocía y a la que había tenido que llamar hacía siglos por alguna circunstancia especial, pero que ahora ya era muy difícil que necesitara volver a llamar. En la lista había alguien que me alquiló un apartamento en Oporto, y una señora inglesa que me alquiló, muchos años antes, una casa en el Languédoc, y un profesor italiano con el que coincidí no sé dónde y con el que era muy difícil que fuera a coincidir otra vez. También había un número de alguien que coincidió conmigo en un hospital, y al que imaginé con pocas ganas de hablar conmigo ni con casi nadie, porque no andaba muy bien de salud y no creo que tuviera muy buenas noticias que darme.

Y después había nombres y teléfonos que ni siquiera sabía de quiénes podían ser. Había un encargado de una agencia de viajes (el rótulo estaba bien visible en la foto del perfil); y un tipo con sombrero que me sonreía en la foto, pero que yo no conseguía recordar quién era ni por qué me había dado su número; y alguien más que tenía un perro pastor en la foto del perfil, pero cuyo nombre y cuyo teléfono no me decían nada. Había muchos más así. Y como estaba en el autobús y no tenía nada mejor que hacer, me puse a borrarlos. Al fin y al cabo, esos números ocupaban memoria y hacían que el móvil se fuera quedando sin batería con mucha más frecuencia de la que debiera. O eso al menos parecía pasarle al mío.

Pero de repente me topé con el número de un amigo mío que había muerto hacía tres años. No tenía foto de perfil, sino ese dibujo de un muñeco sonriente que sale por defecto en el directorio de los Samsung. Era lógico eliminar teléfonos de gente que yo no sabía quién era, pero a él lo había conocido desde que era un niño que ni siquiera sabría dibujar un monigote como el que salía en su perfil. De hecho, nos conocimos en la escuela infantil del colegio La Inmaculada, en el Terreno, cuando tendríamos tres o cuatro años. ¿Tenía derecho a borrar aquel teléfono, por mucho que ya no me sirviera de nada? Y el hecho de borrarlo, ¿no equivaldría a hacer que aquel amigo muriera por segunda o tercera vez? Así que lo dejé allí, en su sitio, con su cara de monigote y su tupé hacia arriba, un tupé que me hizo gracia porque a los dos nos gustaba mucho Tintín y nos pasamos muchos años intercambiándonos sus álbumes y discutiendo sus tramas. Y no sé por qué, cuando lo dejé en el listado de contactos, interrumpí la tarea de ir borrando los demás números que ya no me hacían falta. Me dio la impresión de que borrar a esa gente que yo no sabía quién era también les haría perder una parte de su realidad física. Y no sólo eso, sino que pondría de algún modo en peligro su vida con su familia y sus amigos y sus perros. Y allí se quedaron todos, consumiendo batería y espacio, y sonriéndome con sus caras de monigote, o bien ocultándose desde sus perfiles ocupados por un perro pastor alemán o por un pictograma misterioso.

Durante una gran parte de nuestra existencia, los seres humanos apenas hemos dejado rastro, y con la excepción de los personajes poderosos que podían permitirse estatuas y retratos una minoría insignificante, la mayoría de la población se iba de este mundo sin dejar apenas nada por lo que pudiera ser recordada. A partir del siglo XIX, con el invento de la fotografía, empezaron a cambiar las cosas, y poco a poco incluso los humanos menos notables fueron dejando algún rastro de su paso por la tierra: una foto descolorida, una referencia en algún registro, una cruz en el lugar en el que debería figurar la firma, cosas así. Y ahora, en este nuevo siglo, hemos llegado a la época en que la mayoría de seres humanos dejan infinidad de rastros fotos, selfies, documentos, pero paradójicamente, al vivir saturados por la información superflua, toda clase de memoria la útil y la inútil nos parece engorrosa, así que cada día nos ponemos a borrar datos como si con ello consiguiéramos ser más jóvenes y más actuales. Y esto explica que casi nadie se preocupe por la Historia, ni mucho menos la valore ni la tenga en cuenta, así que se dicen y se hacen cosas que cualquier persona con un mínimo de memoria personal debería evitar por completo. Y ahí están los políticos en campaña electoral, corriendo de un lado a otro como pollos sin cabeza, conscientes de que todo lo que digan se habrá borrado de nuestro archivo en los próximos quince segundos.

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