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Vanguardias y política

Las vanguardias artísticas, sea en pintura o literatura, no sólo pretenden la originalidad por medio de nuevas concepciones y una mirada distinta sobre la realidad para desvelar esas otras que se ocultan tras ella; suelen implicar también intención de ruptura con la tradición precedente, apostando por el experimentalismo como vía de progreso: de camino hacia la perfección.

A partir de ahí, parece un interesante ejercicio el de analizar si acaso la dinámica de algunas formaciones políticas de nuevo cuño, podrían contemplarse y equipararse en modos y designios a los de las vanguardias mencionadas y cuáles serían, de haberlas, sus posibles similitudes, justificaciones, fortalezas y debilidades. De entrada, y asumiendo con Borges que lo definitivo sólo es patrimonio de las religiones o del cansancio, bienvenidos los debates sobre alternativas y sus distintas opciones como el único modo de mejorar las cosas. No obstante, y por seguir con el parangón, surgen también apreciaciones que relativizan la justeza de tanto entusiasmo lo que, por otra parte, se hace evidente en lo que atañe a algunos ensayos del pasado.

Para empezar, sin tradición sería imposible la modernidad o las innovaciones que siguieron a ésta, en el ámbito narrativo y concretamente tras la Primera Guerra Mundial: la escritura semiautomática, asociaciones libres? Lo nuevo no supone un valor en sí mismo, y suele justificarse en función de cuanto se rechaza por caduco. Eso exige (por mera honestidad intelectual) saber muy bien del punto de partida. Aludo a la imprescindible experiencia, toda vez que para destruir algo (T. S. Eliot), es aconsejable, si no necesario, conocerlo previamente con detalle. Sin embargo, los movimientos vanguardistas suelen partir de colectivos jóvenes, cuyo fervor y determinación no son muchas veces, como sería deseable, consecuencia de estar curtidos en los precedentes que les han llevado a enarbolar soflamas en lugar de propuestas. Tal vez, algunos de ellos no estén por asumir que la sabiduría no pasa por el inmovilismo o el cambio a ultranza (asignen las posturas a quien consideren), sino por una dialéctica fecunda entre ambas opciones. Quiero significar que juventud y ansias de novedad suelen correr parejas, tanto en arte como en cuanto a la política, lo que puede llevar aparejado un aire renovado. No obstante, suponer irreconciliables la "retrocultura" con el vanguardismo, la "casta" con la profundización de la democracia, es tentación que debiera soslayarse para no echar en saco roto cuanto pudiera haber de aprovechable.

Con todo, aquella afirmación de un conocido escritor francés, "Lo que me place, me place menos que me disgusta lo que me disgusta", parece informar las actitudes de nuevos y novísimos, al extremo de poner el énfasis en cuanto no debe hacerse sin exponer en paralelo lo que puede ser factible, y las generalizaciones o planteamientos ambiguos sólo conseguirán abonar el terreno a la siguiente vanguardia, pasando a ser, los protagonistas de hoy, un mero intervalo. Esto no supone en modo alguno alinearse con el estancamiento, pero no deja de sorprender el amplio eco de discursos que priman la crítica por sobre la concreción de alternativas, y la instrumentalización del repudio por lo sabido y sufrido, ser el núcleo de condensación para las vaguedades. Que estamos más que hartos de esta narrativa por seguir con el símil, pero, ¿cuáles serán los mimbres del nuevo relato que se propone? Porque la deriva, desde la pretendida remoción al tópico y otra vez a esperar la siguiente vanguardia para que arrumbe con la anterior, no haría sino profundizar el desencanto y derrotar de nuevo las ilusiones.

A mayor inquietud, acechan peligros varios en esta posmodernidad que implica a partes iguales incertidumbre y desconfianza. Se insta a salir de la senda trillada por nuevos derroteros alejados de dogmatismos, pero puede caerse en otros igualmente indeseables, al igual que sucede con una "contracultura" que los autores pretenden diseñar a su conveniencia y la de sus epígonos: un vanguardismo a la medida de sus estereotipos, adulterando las iniciales premisas para adaptarlas al mercado y organizar, en suma, un producto que venda. Eso podría sugerir la evanescencia de los radicalismos que mostró tiempo atrás alguna de las nuevas formaciones, con posterior renuncia a cualquier adscripción ideológica y difuminando los primeros postulados para promover una mayor transversalidad y, en consecuencia, procurarse más votos.

Desde esta óptica, a las vanguardias, artísticas o políticas, podría sucederles lo que a las revoluciones: que el triunfo acaba con ellas y habrá que esperar a la siguiente, en un proceso cíclico y autolesivo. Con tales consideraciones, es difícil aceptar que se avecine un nuevo paradigma: esta vanguardia de palabras que pretenden convencer de otra realidad posible aún tras comprobar el agotamiento del anterior. Como sugería años atrás el filósofo Rubert de Ventós, con el ejercicio del poder pueden no cambiarse las convicciones sino la relación con ellas. Y no sé qué sería peor para los años por venir.

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