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José Carlos Llop

Los papeles de Aspern

Así como se puede vivir sin suplementos culturales en los periódicos, la duda es si se llegará tanta gente lo hace a poder vivir sin libros. Si en los pisos actuales cabrá una biblioteca personal el ibook no basta o si la atmósfera libresca continúa teniendo el atractivo que siempre ha tenido: entre el misterio, la sabiduría y cierta magia. "¿Los ha leído usted todos?" suelen preguntar los de artes y oficios cuando acuden a una casa donde mandan los libros a solventar algún estropicio. Y siempre hay que contestar que no, para que no le miren a uno como un monstruo perverso y se complique la cosa o le cobren el doble por idiota.

Consultado un conocido decorador francés sobre la prioridad a la hora de comprar una casa, éste contestó: "Location, location, location". El lugar donde se encuentra antes que sus características internas: tres veces por si una no bastara. Y un famoso decorador inglés de los años 50, ante la eterna pregunta de los ricos ¿cómo decorarías..? siempre contestaba lo mismo: "Books & books". Con los libros bastaría, precisamente por la calidez de la atmósfera que otorgan. Por eso, durante muchos años mientras los pisos lo permitían hubo un tipo de comprador de libros que los compraba a metros. Lo sabían muy bien y lo contaban entre risas los libreros de viejo y los anticuarios. El contenido, para ese comprador, no importaba. Que las encuadernaciones fueran nobles y antiguas, sí. Así se llenaron las casas de gente que en su vida había leído nada, de libros de medicina y de asuntos religiosos, eso sí, que hacían juego con la tapicería del tresillo o los colores de las alfombras. Ahora ya ni eso.

Me pregunto, por ejemplo, sobre el impacto que tendría una novela como Los papeles de Aspern, si se publicara hoy día. En su argumento está la búsqueda de los papeles de un poeta norteamericano en la casa de su antigua amante, en Venecia. En su trastienda, las argucias que emplea su protagonista para conseguirlos y lo que le ocurre por ello. Pero la cuestión no es ésta: no se trata aquí de escribir sobre la obra de Henry James, sólo del atrezzo. Es decir, de la magia de la escritura, de los libros, de los papeles perdidos de un escritor fallecido. O de un gran lector fallecido. No sé si esa magia perduraría o sería un gancho eficaz de escribirse hoy, o si desprendería, para los lectores educados en lo digital, cierto olor a naftalina, a papel lleno de hongos, a humedad de sótano. A cosa insalubre y pasada de moda. Y sin embargo, los libros que uno leyó o escribió nos dan la medida de la complejidad del ser humano. Incluso de lo que somos cuando nadie nos ve. Son el mejor espejo y aunque uno crea que está descubriendo al otro que ya se ha ido y no puede replicar ni defenderse, en el fondo se está descubriendo a sí mismo. Otro poder de los libros.

La muerte como el desamor o el abandono pone las cosas en su sitio. O al menos las recoloca. Luego dura lo que dura, pero es así. Lo esencial cobra fuerza ante una muerte próxima, aunque el tiempo acabe puliéndolo después y todo vuelva a su cauce de normalidad. Y una de las cosas que hace la muerte es expulsar los papeles y libros del difunto a la nada, al contenedor de basura, al trapero, al librero que los compra como quien hace un favor y a veinte céntimos el ejemplar. Nadie tiene sitio para los libros ahora, pero antes que sí lo había también ocurría a menudo. El escritor Joan Perucho y Perucho fue un gran bibliófilo y mejor lector me decía que las librerías de viejo existían porque el amor por los libros al menos por ciertos libros no se heredaba de padres a hijos. En todo caso añadía de abuelos a nietos, pero casi nunca de padres a hijos. "Si al padre le gustaban las novelas, el hijo lee ensayos científicos o se dedica al esquí acuático?", apostillaba. Y luego se reía, satisfecho porque esa costumbre le había permitido adquirir valiosos ejemplares a buen precio.

Hace unos días por cuestiones de trabajo empecé a revisar la biblioteca de una persona, ya fallecida, de mi generación, un poco más joven quizá. Nos conocíamos de vista, nos saludábamos, pero nunca nos habíamos tratado. Cada uno debía tener una idea, más o menos aproximada y a rasgos generales y probablemente equivocada, de cómo era el otro. Y nunca hubo posibilidad, ni suficiente interés, para ahondar en eso. Hacía muchos años que no nos veíamos, pese a vivir en la misma ciudad y cuando supe de su muerte la recordé, años atrás, pero nunca como he podido hacerlo estos días. A medida que iba apartando títulos aquella persona se hacía cada vez más cercana. Es el poder de los libros, pensé, y era cierto, pero había algo más.

En aquella biblioteca había novelas contemporáneas que nunca leí ni leería, pero esas novelas también representaban la curiosidad de un lector por el tiempo que le ha tocado vivir y por la palabra de sus contemporáneos. Y después estaban esos libros que uno compra compulsivamente y luego no llega a leer porque no tiene tiempo suficiente para leerlo todo y otros los adelantan. Y los libros más cotidianos y los más íntimos, los que uno leyó en solitario y a escondidas, y los libros que configuran el mundo y nos descubren su lugar en él. Y la necesidad de los clásicos, como pilares que aguantan el edificio donde nos ha tocado vivir. La vida que había detrás de quien leyó todos esos libros era inmensa y en cambio ahí estaban, embalados en cajas de cartón como un perro sin dueño y sin cadena.

En un momento dado paré de revisarlos. La visión, uno a uno, de todos aquellos libros, en vez de proporcionarme la felicidad que me han proporcionado siempre los libros, me produjo tristeza. No porque supiera quien era su propietaria ya he dicho que no nos conocíamos y apenas habíamos cruzado algunos saludos sino por la complejidad del alma humana que revelaban. Lo inesperado, lo íntimo, lo sorprendente. Su gran riqueza y su profundidad. Y la tristeza apareció al comprobar, una vez más, cómo prescindimos en nuestra vida de personas que, una vez vista su biblioteca, nos habría gustado conocer mucho más. Cuando ya es imposible. El consuelo fue que esa revisión por motivos laborales, había sido una conversación privada en un tiempo que no nos pertenecía a ninguno de los dos. En un tiempo que no existía para ambos cada uno un fantasma inaprehensible para el otro. Pero aquella conversación fue y será un regalo inolvidable.

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