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Antonio Papell

¿El fin de la autonomía catalana?

Jordi Pujol se consideraba a si mismo la encarnación de Cataluña y por tanto autorizado a hablar en su nombre. Para el nacionalismo, en realidad, sólo quienes comparten la misma visión monocolor y sesgada del sujeto, de Cataluña en este caso, forman el cuerpo genuino de la nación; los demás, quienes no responden adecuadamente a la patriótica llamada o no manifiestan el sentimiento de pertenencia o no comparten el ideario de quien se arroga mesiánicamente el liderazgo, son excrecencias periféricas que no cuentan a la hora de decantar la posición común. Artur Mas, el epígono de Pujol, formado en el seno del clan familiar, elegido para continuar la saga, piensa lo mismo sin duda. Él es, en cierto modo, Cataluña. Y por eso mismo, al ver periclitar su ciclo, arrasado por la falta de apoyo social y por la divergencia del otro independentismo catalán (el de extrema izquierda que quiere el desgajamiento de España para fundar una república popular al estilo albanés), quiere arrastrar en su caída a todo el sistema. "La autonomía, tal como la habíamos conocido, se ha acabado, no existe", ha dicho en términos grandilocuentes para afear el bloqueo del Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) al que le está sometiendo Montoro.

Es posible que el ministro de Hacienda haya sobreactuado, si hay que creer y no hay razones para no hacerlo la explicación técnica que ha dado el diputado Pere Macías sobre los 1.300 millones de deuda nueva en Cataluña, que dificultan el acuerdo con Madrid. Pero a nadie le puede extrañar que el departamento estatal que administra los recursos públicos de todos los españoles vaya con pies de plomo después de la famosa declaración de "desconexión democrática" que instaba al gobierno catalán a desobedecer a las instituciones del Estado español. Declaración que, sin ir más lejos, provocó el estupor, la irritación y la protesta del propio conseller de Economía de la Generalitat, Mas-Colell.

Resulta sin embargo que para bien o para mal la autonomía catalana no ha desparecido, y el Estatut de 2006, convenientemente biselado por el Tribunal Constitucional aquella sentencia fue políticamente improcedente por razones procesales pero nadie ha puesto en duda su solvencia técnica, conserva todo su vigor, que es el que hace posible que exista la vigorosa Generalitat y que gestione la inmensa mayor parte de las competencias, desde la salud a la educación pasando por el control del tráfico o los servicios sociales. Como ha escrito Patxo Unzueta en un reciente artículo, "que surjan desacuerdos en su aplicación [del Estatut], como ahora en relación con el control del uso de los Fondos de Liquidez, no significa que se esté aplicando bajo cuerda el artículo 155 de la Constitución, como se ha respondido desde el Govern a la muy discutible iniciativa de Montoro. Tratar los problemas técnicos como cuestiones de principio es una característica del soberanismo que ha dificultado acuerdos posibles".

La mutilación del Estatut de 2006 cuando el texto había sido convalidado por las Cortes españolas, por el parlamento de Cataluña y por la ciudadanía en referéndum, al permitirse que siguiera su curso un planteamiento procesal descabellado que hubiera habido que corregir a tiempo, fue un contratiempo político que todavía hay que reparar (por ejemplo, mediante una reforma constitucional o estatutaria o ambas), pero lo cierto es que la autonomía no se ha resentido de ello en su funcionamiento. Hay, en definitiva, que renovar el pacto estatutario y que mejorar y renegociar el sistema de financiación, pero no hay que resolver un drama que no existe. No hay ninguna bíblica tragedia a la vista. Aunque Artur mas crea que con su caída Cataluña se quemará en el fuego del Averno.

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