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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El necesario consenso

Mariano Rajoy llega a las elecciones de diciembre con un ligero viento favorable. Si las europeas y las autonómicas de mayo escenificaron el cansancio de los españoles con la vieja política, estos últimos meses han traído consigo la recuperación de algunas de sus bondades: por ejemplo, el valor de la experiencia en momentos de incertidumbre. Rajoy no vive -como subrayan los politólogos americanos- su particular momentum, porque tal vez nunca haya gozado de uno. Ese privilegio lo disfrutó hace una década Rodríguez Zapatero, el año pasado Pablo Iglesias y actualmente el dúo Rivera-Arrimadas. Nadie duda de que Ciudadanos va a constituir la revelación de estas generales, quién sabe si encaramándose hasta el 20% del voto popular; aunque no mucho más allá, al menos por ahora. Sería, desde luego, un éxito excepcional para un partido todavía de escasa penetración en muchas provincias del país y en el que conviven personajes y planteamientos tan diferentes. Pero resulta lógico que suceda así, ya que el cambio generacional forma parte del ADN de la democracia. Hay propuestas, como la reciente sobre las semanas de baja maternal, que conectan con una forma distinta de entender la conciliación entre el trabajo y la familia, más europea y moderna si se quiere. Al igual que sucede con los horarios o con las modalidades de contratación laboral o con la facilidad para abrir nuevas empresas. Ese relevo generacional permite adaptar la política a los cambios que tienen lugar en la sociedad.

Los partidos jóvenes pueden traer aire fresco, sobre todo si son capaces de realizar un diagnóstico correcto y señalar los problemas reales del país. Pero lo que necesita España va mucho más allá de un reemplazo generacional o una modernización de las instituciones, que también. Y para esa labor son imprescindibles los viejos partidos de la estabilidad. Urge un pacto de largo aliento que permita recuperar cierta noción vinculante entre los españoles, no sólo porque el simbolismo aglutinador del 78 se haya desgastado, de forma injusta y en exceso, sino porque el siglo XXI amenaza con ir erosionando aún más los vínculos sociales. Las propuestas nacionalistas surgen así como una respuesta a la asombrosa atomización de las sociedades, que se da a todos los niveles: del económico al educativo, del tecnológico al cultural (el choque de civilizaciones). Si se alude con frecuencia a una nueva geografía de la inteligencia, es porque en este atlas habrá ganadores y perdedores. Y, seguramente, de un modo más drástico que antes; con menos matices, quiero decir.

Un pacto amplio implicará muchas condiciones. Aliar a las distintas generaciones, desprenderse de absurdos privilegios, oxigenar las instituciones, recuperar la ejemplaridad pública y, sobre todo, establecer una amplia base de confianza frente a la sospecha que lo corroe todo. Cualquier convenio exige la doble garantía de la generosidad y de la lealtad: una lealtad que no puede ser traicionada por los intereses partidistas. Requiere además un lenguaje desprovisto de aristas, una koiné a través de la que nos reconozcamos como adversarios pero no enemigos. Llegar a acuerdos de Estado sobre el modelo educativo, la protección social o la política exterior parece fuera de toda duda. Ese pacto debería edificarse sobre la ley, con sus derechos y deberes, que constituye, como sabemos, el único garante efectivo de la libertad. Ser europeo en este siglo supondrá erigirse sobre dos pluralidades: una identitaria y otra cultural, que deberán fecundarse mutuamente si no las queremos ver enfrentadas.

Y nada de eso será posible si no se da un encuentro entre la vieja y la nueva política, por utilizar un lenguaje que no me gusta demasiado. Dicho de una forma más nítida: un encuentro entre las distintas generaciones y sensibilidades de este país, tanto a nivel interno como externo con Europa. Sospecho que el futuro pertenece a sociedades fuertemente vinculadas que no acepten la peligrosa servidumbre de la atomización y que recuperen la ejemplaridad de la excelencia. Que España fuera capaz de consensuar un nuevo inicio en el 78 nos indica el camino a seguir. La letra la pondrán Rajoy y Sánchez, Rivera e Iglesias, las distintas autonomías, nacionalidades y Europa, pero el asentimiento debe ser nuestro. Y sobre ese asentimiento habrá que construir un futuro mejor para nosotros y para nuestros hijos.

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