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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Psicosis

Durante estos últimos años hemos sido muy afortunados, porque nos hemos acostumbrado a ver muy pocas armas en la calle y un simple guarda de seguridad podía hacer su trabajo en un gran centro comercial con una porra y unas esposas

El sábado pasado estuve tomando un café en un gran centro comercial. Era un día muy normal, igual que tantos y tantos sábados. Seis o siete niños jugaban en la pequeña guardería que había frente a la entrada, y un poco más allá, la gente miraba móviles o se metía en las peluquerías y en las tiendas de cosmética y de muebles. Docenas de familias con niños pasaban con sus carritos rumbo al hipermercado. Algunos niños llevaban globos, otros los más mayores estaban absortos en sus teléfonos móviles. Y entonces, frente a mí, pasó un vigilante de seguridad haciendo la ronda. Iba solo y llevaba un juego de esposas y una porra, el equipamiento habitual de un guarda de seguridad. Y en esto recordé la noticia que acababa de leer: Bruselas estaba en alerta máxima porque el primer ministro había anunciado un "atentado inminente". El ejército patrullaba las calles y algunas estaciones de metro habían cerrado. Si continuaba la alerta al inicio de la semana siguiente, se suspenderían las clases y cerrarían todos los centros escolares, desde las guarderías a la universidad.

En ese momento dejé de mirar el centro comercial con los ojos de un simple cliente que se estaba tomando un café. Y la psicosis, o el miedo, o lo que fuera, también me alcanzó a mí, igual que había alcanzado a los habitantes de París hacía una semana y ahora estaba alcanzando a los habitantes de Bruselas. ¿Con motivo? Probablemente no, pero el poder del miedo es así: nos hace temer algo cuando ni siquiera hay un motivo serio para temerlo. Y como yo estaba muy cerca de una de las puertas de entrada, empecé a pensar en las terribles posibilidades de lo que podría pasar allí si alguien quisiera hacer una barbaridad. Y más aún cuando vi al solitario guarda de seguridad, con su porra y su juego de esposas y con un sueldo miserable que no debía de superar los 600 euros, vigilando aburrido la entrada.

Pero también me planteé otras posibilidades. ¿Aceptaríamos entrar en aquel centro comercial como si fuésemos a coger un avión? ¿Aceptaríamos atravesar un detector de metales bajo la vigilancia de un policía? ¿Y seríamos capaces de incorporar esta nueva rutina a la rutina doméstica de los fines de semana comprando en un gran centro comercial? Eran preguntas difíciles de responder. En principio parecía que no, porque la compra en los centros comerciales es la única liturgia que se practica en casi todo Occidente, y nos resultaría muy difícil alterar esa placentera rutina por la obligación de aumentar nuestra seguridad. Pero el ser humano es capaz de adaptarse a cualquier cosa, como saben muy bien todos los que han tenido que sobrevivir a una guerra (los que nacimos hace ya muchos años hemos oído contar muchas historias protagonizadas por familiares y conocidos que ninguno de nosotros sería capaz de soportar). O sea que cualquier rutina podía alterarse sin más en un santiamén. Y además, si se nos empieza a repetir que hay un atentado inminente como ha ocurrido en Bruselas, es muy normal que empecemos a contagiarnos de la psicosis general, así que al final todos acabemos aceptando los controles y las molestias y los cacheos. O las patrullas de vigilancia por la calle. O las interrupciones del servicio de metro y autobús, y los cortes de tráfico, la suspensión de partidos de fútbol, el cierre de aeropuertos, todo eso.

Y entonces pensé en lo afortunados que hemos sido durante estos últimos años, en los que nos hemos acostumbrado a ver muy pocas armas por la calle, y en los que un simple guarda de seguridad podía hacer su trabajo en un gran centro comercial con una porra y unas esposas. Es cierto que hemos tenido que soportar el terrorismo de ETA, claro que sí, pero eso no era nada comparado con el nuevo terrorismo de unos zopencos iluminados que se comportan como perros rabiosos porque en realidad son perros rabiosos (se mire como se mire, el odio y el resentimiento los han infectado como si se tratara de un virus). Y justamente por eso hemos aprendido a vivir sin precauciones excesivas, confiando en nuestros vecinos y evitando caer en alarmismos y en situaciones de psicosis. Pero lo malo es que todo esto la normalidad, la tranquilidad, la convivencia en unas condiciones inmejorables también nos ha hecho muy poco resistentes a las sorpresas desagradables y a las malas noticias. Y eso explica que se nos anuncien "atentados inminentes", como ha ocurrido en Bruselas, sin que nosotros sepamos muy bien si hay indicios serios de un atentado, o si todo se debe a una falsa alarma o a la necesidad de las autoridades de curarse en salud por si al final acabase ocurriendo algo. Y encima, esos anuncios de atentados "inminentes" crean una psicosis innecesaria, y de paso incitan a los propios terroristas a aceptar el reto de cometer esos atentados que casi se dan ya por hechos. Y en vez de dejar que la vida siga con la máxima normalidad posible, los gobiernos parecen empeñados en anunciarnos que vamos a vivir militarizados y vigilados y sometidos a una especie de estado de sitio intermitente.

Y mientras pensaba en todas esas cosas, volví a mirar la entrada del centro comercial con algo muy parecido a un escalofrío.

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