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Son como buitres: esas empresas de armamento, eufemísticamente llamadas de defensa, que engordan cada vez que estalla un conflicto bélico, se invade un país o se produce un atentado, y que tanto cuidan con sus generosos contratos los gobiernos. "Los gigantes de defensa se disparan en bolsa", leíamos el otro día en la prensa. Las acciones de diez mayores empresas del sector, en su mayoría estadounidenses y británicas como Lockheed, Northrop Grumman, General Electric o BAE Systems, subieron con fuerza tras los atentados terroristas en la capital francesa.

Las empresas de armamento y, por supuesto, también las de seguridad, que muchas veces son las mismas y se reparten idéntico pastel. Ya avisó en su día alguien tan poco sospechoso como el presidente de Estados Unidos Dwight Eisenhower, quien, al final de su mandato, acuñó el término de "complejo militar-industrial" para referirse a los intereses económicos de la industria armamentista.

Conviene recordar hoy las admonitorias palabras de su discurso de despedida: "En los consejos de gobierno debemos evitar la compra de influencias injustificadas, ya sean buscada o no, por el complejo industrial-militar". Y añadía: "Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado (y tal riesgo) se mantendrá. No debemos nunca permitir que el peso de esa conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos".

Cómo no pensar en la advertencia de aquel brillante exmilitar cuando vemos hoy la tupida red de intereses entre la industria de armamentos y los gobiernos: unas puertas giratorias que no dejan de dar vueltas. ¿No son las guerras tantas veces bancos donde se prueba y demuestra la efectividad de las nuevas armas que desarrolla esa industria, tan fuertemente subvencionada por los gobiernos, que tan hipócritamente a veces justifican esos gastos por las aplicaciones que algunos de sus inventos pueden tener para el sector civil?

No hay seguramente una industria con un lobby tan poderoso como la militar, que en Estados Unidos contribuye con sus generosos y por supuesto nada altruistas donativos a las campañas de los candidatos al Congreso de ambos partidos: republicanos y demócratas. Según informaba recientemente la propia prensa de aquel país, el gasto del Pentágono en contratos con los cinco mayores fabricantes de armas de EE UU superó a todo el gasto del Gobierno en educación.

Y, dato igualmente significativo, siete de cada diez generales o almirantes que pasaron a la situación de retiro entre 2009 y 2011 fueron contratados por empresas de armamento o relacionadas con el sector, según la ONG "Ciudadanos a favor de la responsabilidad y la ética en Washington". La guerra de Irak y los intentos de reconstrucción de lo antes destruido supusieron un enorme negocio para las empresas de EE UU, que recibieron hasta 138.000 millones de dólares por servicios que incluían la seguridad privada o la construcción de infraestructuras.

Entre las compañías más beneficiadas figuraba Halliburton, de la que el vicepresidente de EE UU Dick Cheney fue director general e importante accionista y que consiguió de manera poco clara substanciosos contratos relacionados con la industria petrolera o la construcción de bases militares en el país invadido. O también Tutor Perini, una gran compañía constructora, propiedad de Richard Blum, esposo de la senadora demócrata Dianne Feinstein, uno de los miembros más ricos del Congreso, que votó en su día a favor de la invasión de Irak y apoyó el llamado Patriot Act.

Sí, esa ley antiterrorista del Gobierno de George W. Bush tan fuertemente restrictiva de los derechos y garantías constitucionales y que ahora pretende imitar el presidente francés, François Hollande, en respuesta a los atentados parisinos. Ese dirigente socialdemócrata que parece remedar al expolítico republicano al declarar también a su país "en guerra" con el terrorismo.

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