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Elecciones, pero, ¿democracia?

Tras depositar la papeleta dentro de un mes, nuestra opinión no volverá a contar y, aunque no hay un solo modelo democrático desde su origen en Atenas, allá por el siglo VI a de JC, si esto es el Gobierno del pueblo apaga y vámonos. Por más que el multipartidismo y las elecciones por sufragio universal puedan dar el pego.

Podemos estar de acuerdo en eso de que sin contrarios no hay progreso, pero los contrarios han de establecer un permanente diálogo que es, desde Platón, el único modo de mejorar el conocimiento. La democracia pretende, siquiera en teoría, tomar por bandera la justicia social y universalizar el bienestar por medio de decisiones asentadas, contrastadas y enriquecidas por la pluralidad. Sin embargo, no es preciso ser un lince para advertir que quienes se alzarán con el poder, y con independencia de su color político, harán de las propias convicciones su única guía para la acción de gobierno; la voz de las minorías será inútil clamor en el desierto frente a esa apuesta por lo unívoco en los cuatro años siguientes y el pueblo, convertido en receptor en vez de protagonista de su destino. Asistiremos, como hasta aquí, a un monólogo autosuficiente, y la ausencia de retroalimentación para el control de las decisiones convierte esa organización, supuestamente de vocación transversal, en un burdo remedo de lo que se quería tras finalizar una dictadura que, si me apuran, ha terminado maquillada.

Se aspiraba entonces a un régimen con instrumentos que hicieran posible acotar las ocurrencias e intereses espurios de quienes mandan; un entramado que primase el interés general sobre el particular y, no obstante, se comprueba desde hace décadas la sistemática trasgresión de dichos postulados. El objetivo del Gobierno no es procurar la felicidad de la nación (así decía en 1812 la Constitución de Cádiz) sino la de sus miembros: líderes y amiguetes. Y los partidos se transforman, más allá de proclamas cuajadas de embustes y generalizaciones sin credibilidad, en aparatos burocráticos cuya principal finalidad es perpetuar a los dirigentes en el chollo y aupar al mismo a sus corifeos. En consecuencia, el pueblo pasa, desde la teórica participación, a rebaño medieval que pastorean una oligarquías con disfraz democrático; una minorías, unas élites, que han usurpado la voluntad popular, desvirtuado su mandato y convirtiendo el presente y el futuro, de no andar con ojo en caricatura de lo que se quiso.

Hemos derivado así, del consenso deseable, al más fácil (y productivo para algunos) contubernio. Y naturalmente que nunca se podrá contentar a todos, que no todas las decisiones en pos de lo mejor son factibles a medio plazo y que la conciliación de intereses legítimos, pero tal vez contrapuestos, exigirá a veces de resoluciones que motiven desacuerdos. Pero aceptar que no todo vale y además hay imposibles, supone un corsé que puede hacerse inaceptable frente a las evidencias del sistemático ninguneo. La fatiga civil a que venimos asistiendo se enraiza sobre todo, junto a una posible frustración por expectativas personales incumplidas, en la constatación de las graves deficiencias que exhibe esa supraestructura que nos determina: la primacía del poder económico sobre el político o una información que se nos hurta, ofrecida a conveniencia y muchas veces adulterada porque es poder para quienes lo detentan.

De ahí la desafección popular, cifras altas de abstención y, en su extremo, una predicción de democracia sin demócratas. Y que sean ellos, los manipuladores, quienes manejen los dígitos, vendan estadísticas y abusen de ellas (Borges) a conveniencia; ¡total, difundirán aquellas que les beneficien! E igual ocurrirá con esas manidas frases en pos de la apariencia: "Habría de hacerse en el marco de un pacto" (cuando peligran sus intereses), "la decisión llega en todo caso con retraso" (quienes gobiernan han dado en el clavo por una vez), las recurrentes acusaciones de arrogancia, prepotencia o el consabido rodillo, que emplearán quienes les sucedan en la oposición como un calco y, por no seguir, la redundancia de "una reunión extraordinaria y urgente", cuando no la obviedad de reservarse "el derecho a iniciar acciones legales" que nadie les impide.

Y ahora el colofón, dando por sentado que se acostumbra a intuir, si no lo bueno, lo que sería mejor. Pues dejando de lado las ideologías, explicitas o menos conforme se acerca la fecha (para allegarse votos), cabría exigir esa transparencia que sólo pregonan: listas abiertas y participación ciudadana, referéndum mediante, en cuestiones que se vienen debatiendo hasta la saciedad: desde la elección entre Monarquía o República hasta la eventual supresión del Senado, el fin del Concordato con el Vaticano o la justicia rápida para quienes metan la pata o la mano. Y desde luego, de incumplirse el programa electoral y tras un plazo razonable, nuevas elecciones. Por embusteros. Nada que ustedes no hayan pensado, pero me apetecía dejar constancia de que a la mayoría no nos la dan con queso aunque sigamos en las mismas. Por lo menos hasta aquí.

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