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Antonio Papell

No hay choque de civilizaciones

Por inteligente que fuese el trabajo de Huntington al pergeñar en 1993 su teoría del choque de civilizaciones en los últimos años del pasado siglo, un concepto ya utilizado por cierto por Toynbee, y aunque haya ciertamente rivalidades constantes entre los bloques religioso-culturales a lo largo de sus líneas de fractura, parece evidente que el islamismo radical, en sus sucesivas versiones -primero Al Qaeda, con sus diferentes franquicias, y ahora el ISIS, el Estado Islámico-, no constituye propiamente una civilización en ninguna de sus acepciones clásicas.

Existe una cultura islámica, qué duda cabe, vinculada a los mandatos del Islam, pero el islamismo político compone ya un mosaico sumamente heterogéneo y su vinculación a las diferentes ramas de la religión musulmana es muy variada. Por más que los fanáticos islamistas recurran a la caricatura teísta para atraer a sus bases más militantes: la visión del paraíso repleto de huríes debe ser para los terroristas suicidas un móvil eficaz, a juzgar por la proliferación de tales especímenes en los últimos tiempos. Con todo, tales representaciones no bastan para configurar una verdadera cultura, por más que construcciones intelectuales simples puedan ejercer un papel seductor y alienante, en un mundo racionalista en el que faltan cauces para lo subjetivo, el sentimentalismo y la pasión.

En definitiva, el atentado de París, como los demás atentados islamistas cometidos en Europa desde la voladura de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, no puede interpretarse stricto sensu como un golpe asestado por la civilización islamista contra la civilización occidental. El fanatismo de los promotores de estos movimientos terroristas -Osama Bin Laden, Abu Bakr al-Baghdadi- proviene de argumentos más relacionados con el poder que con la fe trascendente. Su proezas sanguinarias no pueden verse como filantrópicas hazañas sino como actos de guerra, encaminados a conseguir unos objetivos políticos y territoriales. En todo caso, nuestra racionalidad occidental, fundamentalmente laica, nos obliga a no entrar en el terreno dialéctico que nos plantea un sujeto con pretensión mesiánica. Para Francia hoy como para España en 2004 lo relevante es que un enemigo político nos ha asestado un golpe brutal, por lo que tenemos que responder adecuadamente y protegernos de futuras embestidas.

En este sentido, la elección de Francia por el ISIS tiene su lógica. Primero, porque nuestro vecino del norte ha sido, junto con el Reino Unido, la cuna de la democracia; la Revolución Francesa y la Ilustración han llevado a la civilización occidental a sus mayores cotas. En segundo lugar, porque Francia, coherente con su vocación magnánima e internacionalista, está actuando en la medida de sus fuerzas contra el ISIS para reducir su ascendiente: lo hace en el Sahel, en Mali, para impedir la propagación de los radicales por el continentes africano, y en Siria, donde ha acompañado hasta ahora a los Estados Unidos en su lucha contra el expansionismo del Estado Islámico. Y por último, porque el régimen francés se basa en un laicismo radical -el término radical adquiere en este caso otro sentido intelectualmente más sutil- que convierte a las religiones en fenómenos privados, con lo que impide el desarrollo del misticismo agresivo de los musulmanes radicales, de los salafistas y demás compaña.

Lo lógico sería por tanto que Occidente respondiera a esa agresión en términos de guerra convencional. Francia ha pedido la aplicación del artículo del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea que obliga a los socios a la solidaridad si uno de sus miembros es objeto de un ataque terrorista. Y tal solidaridad debería mostrarse mediante una cooperación clara, incluso militar, con París en la lucha ya comenzada contra el Estado Islámico. Allá donde esté.

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