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Antonio Papell

Guerra e integración

Un medio recogía este pasado fin de semana una cita muy pertinente del escritor argelino Boualem Sansal, un heroico novelista francófono defensor de la democracia que ha de vivir por ello censurado e incomprendido en su propio país, del que se niega a exiliarse: detrás de un imán que defiende el salafismo no hay una representación de una cultura o religión: hay un delincuente, un ideólogo de la opresión y un fascista. Bernard-Henry Lévy ha utilizado el término 'fascislamista'

Efectivamente, los atentados como el del 13 de noviembre en París, que tanto recuerda el del 11 de marzo de 2014 en Madrid, no tienen justificación ideológica posible -"es una blasfemos justificar la violencia en el nombre de Dios" ha dicho también el papa Francisco- y han de ser ante todo concebidos como un acto de guerra. No tendría sentido que nos detuviéramos a examinar la génesis del mal, o a inquietarnos con la búsqueda de móviles que hayamos podido proporcionar por acción o por omisión. El asesinato al azar de inocentes para provocar una gran conmoción y debilitar moralmente al enemigo no admite interpretaciones ni matices: debe responderse con el derecho inalienable a la legítima defensa, que impulsa a exterminar al agresor. Así lo ha hecho certeramente François Hollande, quien, simbólicamente, tomó tras la matanza la decisión de bombardear Al Raqa, la capital del Estado Islámico, en señal de que había entendido el brutal mensaje de los asesinos, antes de preparar una represalia policial y militar en toda regla.

Tampoco tienen demasiado interés político las razones de los salafistas del ISIS para mostrar tanto ensañamiento con Francia (en enero, ya se produjo en París el atentado contra Charlie Hebdo). El juez Marc Reédivic, destinado en la sección antiterrorista de París durante largos años, lo ha explicado con suficiente claridad: "Francia se ha convertido en el aliado número uno de Estados Unidos en la guerra contra el Estado Islámico porque hemos realizado bombardeos en Iraq y porque ahora intervenimos en Siria. A sus ojos seguimos siendo una nación colonial que apoya abiertamente a Israel, que vende armas a los 'no creyentes y corruptos' del Golfo, y que oprime a su comunidad musulmana". En realidad, Francia está pagando su decisión de intervenir en los conflictos en que se siente involucrada por su historia, por su tradición de beligerancia democrática y por su sentido de potencia mundial, en decadencia pero con su dignidad intacta. Ante la agresión, Hollande ha manifestado con plausible arrogancia que "Francia incrementará sus acciones en Siria", país a cuyas costas acaba de llegar el portaaviones "Charles de Gaulle". Y pedía una 'gran coalición' contra el ISIS.

Lo difícil de entender ante este atentado es que los países europeos no hayan planteado una respuesta conjunta a la agresión más allá del apoyo moral y de las buenas palabras. Lo que mantiene el conflicto sirio básicamente en manos de Estados Unidos y Rusia. Cuando es claro que Europa no podrá dormir tranquila mientras el Estado Islámico siga fanatizando a jóvenes musulmanes, dispuestos a todo para destruir nuestro modelo de civilización.

Porque esta es la otra cuestión trascendental del horrendo atentado: el caldo de cultivo social del que han salido los terroristas adoctrinados por los fanáticos salafistas son hijos de inmigrantes nacidos en Francia o en Bélgica, educados en la escuela francesa, aculturados en las 'banlieues' suburbiales donde padecen las consecuencias de un modelo de desarrollo desigual. Y en eso sí que tenemos alguna culpa: somos inocentes de aquello por lo cual nos matan pero no hemos sabido integrar a quienes venían junto a nosotros con la esperanza de ser de los nuestros.

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