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Antonio Tarabini

Regeneración democrática, del dicho al hecho

Ante la próxima convocatoria electoral del 20 de diciembre, quien más quien menos clama por la denominada "regeneración democrática". Se hacen propuestas genéricas y escasamente articuladas para, se supone, recuperar el buen nombre de la política y de las instituciones democráticas, que hoy sufren la desafección de una buena parte de la ciudadanía. Pero, ¿van en serio o es un simple paripé ante unos procesos electorales con resultados imprevisibles?

El que escribe, haciendo gala de su masoquismo, se ha entretenido en leer y escuchar todas y cada una de las múltiples muestras de buenas intenciones y de medidas genéricas que hasta el día de hoy han hecho todos los partidos. Los "viejos" y los "nuevos". Y tengo que confesarles que prácticamente son iguales en sus buenas intenciones y propuestas genéricas de cambio. ¿Para cuándo propuestas concretas? Se supone, la buena intención debe presuponerse, que a la hora de hacer públicos sus programas electorales los ciudadanos tendremos posibilidad de leer/escuchar todas y cada una de las medidas concretas, y se supone que coherentes, que cada partido propone para la tan cacareada regeneración democrática. Hoy me centraré exclusivamente en una parte importante, aunque no única, de la regeneración democrática: la lucha contra la corrupción.

La corrupción ligada a determinados políticos, a una gestión espúrea de los recursos públicos de las instituciones así como a la financiación de los partidos políticos, requiere la actuación política y no sólo de la justicia, aunque ésta sea necesaria. La solución no es judicializar la política, sino incluir un concepto y una realidad desconocida en nuestra práctica cotidiana en el trato y consideración de casos de corrupción política con sus consiguientes presuntos autores: la responsabilidad política. Tales "actores" son múltiples y variados, con distintos niveles de responsabilidad pero inmersos en la dinámica corrupta. Me refiero a múltiples prácticas consideradas como simples "corruptelas" de difícil calificación penal pero que a veces son eslabones necesarios y a los "silencios" sobre sus entornos corruptos, incluida la "omertá" (practicada también por los medios de comunicación). Visto todo lo visto, parece que la tan cacareada regeneración democrática exige que las personas que con sus comportamientos y actitudes posibilitaron y permitieron el deterioro de las instituciones democráticas, aunque no se hayan enriquecido personalmente, se retiren de la escena política y dejen paso a otros con una sólida cultura democrática.

Puede que en un determinado caso una persona quede libre de toda responsabilidad, pero ello no significa estar exonerado de tener responsabilidades políticas (de ahí las Comisiones de Investigación en los parlamentos u otras instituciones). Ello es práctica habitual en la mayoría de países de la UE (especialmente en ámbitos anglosajones). Valga el ejemplo de la viceprimera ministra sueca, que habiendo hecho uso de una tarjeta de crédito pública para la compra de dos tabletas de Toblerone, presentó su dimisión automática, aunque su responsabilidad penal o administrativa fuera nula. En nuestros lares el político/a de turno permanece anclado en su poltrona hasta que lo imputan, hasta la abertura del juicio oral o incluso hasta que, en su caso, lo condenen (incluidos recursos varios).

Pero además y para más inri, con mayor o menor verdad y certeza, existe una opinión pública que considera que es imprescindible despolitizar las instituciones rectoras de nuestro sistema judicial y, además, agilizar la justicia (con personal y medios), porque tal como afirmó el fiscal superior, Bartomeu Barceló, "una justicia lenta es injusta". Todo lo dicho no significa que haya que comulgar con ruedas de molino con la reforma de enjuiciamiento criminal del ministro de justicia, que incluye como medida estrella la reducción del plazo máximo de la instrucción a 6 meses (hasta 18, si la causa se declara compleja), prorrogables a instancia de la fiscalía, pero nunca del propio juez instructor. Esta medida está siendo ampliamente criticada por jueces y fiscales, porque podría significar el "punto final" para muchos casos, sobre todo en delitos complejos como son los de corrupción. Se trata de demostrar con hechos que no hay impunidad, que los corruptos cumplirán sus penas y que devolverán (no es un tema menor) los dineros públicos que saquearon. Pero no es suficiente. Reproduzco unas reflexiones de Soledad Gallego-Díaz: "La desconfianza de los ciudadanos se debe a que no creen que las cautelas legales, por muy necesarias que sean, garanticen un cambio de comportamiento y que sospechan que el mal funcionamiento de las instituciones no es consecuencia de leyes erróneas, sino de la devaluación de la vida pública llevada a cabo por muchos de sus principales actores".

Del dicho al hecho hay un gran trecho. De momento, como expresa la hermosa cantinela de la italiana Mina, parole, parole, parole?

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