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Antonio Papell

Mirada desde el puente

Cuando un problema se muestra insoluble porque las circunstancias parecen inmovilizarlo o porque quienes lo gestionan no hallan la fórmula de encarrilarlo, suele ser conveniente separarse a cierta distancia para adquirir perspectiva y verlo desde lo alto, abarcándolo todo entero.

Si así se hace con el conflicto catalán, si se intenta observar con frialdad el panorama desde un alto en el corazón de Europa, no saldrán demasiado bien parados los independentistas. El observador se percatará, primero, de que una formación moderada y antaño cooperativa como CiU se ha desaforado en un tiempo breve por razones muy poco claras. Es cierto que la elaboración de un nuevo estatuto de autonomía (que no tenía verdadera demanda social, por cierto) se atragantó y nuestro sistema, bisoño en tales lides, cometió errores sistémicos de principiante, como la rectificación de la nueva norma por le Tribunal Constitucional después de que la hubiera ratificado el pueblo de Cataluña; pero sería muy difícil justificar con aquel dislate todos los desvaríos posteriores.

Porque CiU, cuyos promotores habían sido decisivos en el alumbramiento del consenso constitucional de 1978, pasó de una postura constructiva al independentismo flamígero con la misma rapidez con que el patriarca del nacionalismo, Jordi Pujol, pasaba de ser un santón unánimemente respetado, referente indispensable del proceso político catalán incluso después de apartarse de primera línea en 2003, a convertirse en el jefe de un clan mafioso familiar que -según se ha ido sabiendo- se ocupaba de recaudar el cohecho sistemático que habían de pagar quienes querían contratar con la Generalitat o con otras instituciones catalanas. En otras palabras, el calentamiento febril del ímpetu secesionista iba parejo a la pérdida de respetabilidad de los líderes nacionalistas, bajo cuyo amparo se produjeron gloriosos latrocinios como el 'caso Palau', en que colaboraron prohombres de la burguesía catalana, algunos miembros de las célebres 300 familias que forman un bloque endogámico de apellidos bien conocidos.

Por añadidura, esas personas, de las que podría pensarse que su gran urgencia consiste en escapar del alcance de la Justicia española, que empieza a pedir explicaciones por el gran desfalco (hubo ya otro en los años ochenta, el de Banca Catalana, que sí quedó impune), en lugar de emprender una campaña inteligente para conseguir la secesión -el objetivo siempre puede lograrse si se hace por la vía democrática y se tienen los apoyos necesarios-, han optado por echarse al monte y por saltarse a la torera todos los límites democráticos imaginables. ¿Cómo se puede defender en los foros internacionales una secesión en el seno de un viejo y venerable país con el 47,8% de los votos, contados en unas elecciones plebiscitarias convocadas por los propios nacionalistas para llevar a cabo ese recuento? Ni siquiera la mayoría simple es suficiente para romper un pacto histórico y constitucional de tanto calado (seguro que los independentistas se han leído toda la bibliografía disponible y han estudiado con atención el marco argumental de la ley canadiense de la Claridad, que enmarca el asunto magistralmente).

De este modo, los soberanistas, desairados por el escaso apoyo conseguido, han aprobado una pueril soflama en que declaran su insumisión frente al estado de derecho, así como su decisión de proclamar la soberanía catalana y edificar sobre ella una república independiente. Los espectadores foráneos habrán quedado a medio camino entre la hilaridad y el estupor, y desde luego habrán pasado página del asunto, como si despertaran de un mal sueño.

Llegados a este punto, es evidente que la intentona no prosperará. Lo inteligente sería ahora preparar un vuelta atrás lo menos cruenta posible. Pero no parece que los revoltosos estén por la labor. Preparémonos pues para lo peor.

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