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Eduardo Jordà

El laboratorio

El año pasado, cuando fui a pasar la inspección del coche en la ITV, recuerdo que se hablaba mucho de Pablo Iglesias y de Podemos entre quienes esperaban turno antes de meter el coche en el taller. Este año, en cambio, no he oído a nadie hablando de Podemos ni tampoco de política. No sé si estas cosas sirven de indicadores sociológicos -y probablemente no tengan ningún valor científico-, pero a mí me parece que tienen bastante importancia. Hace sólo ocho meses, en un hospital, los enfermeros y los médicos no paraban de hablar de Podemos. Lo recuerdo muy bien porque me desperté de una operación y fue lo primero que oí en la sala del despertar. Pero ahora las cosas son distintas. Hace sólo tres semanas, en el breve tiempo que pasé en ese mismo hospital, no oí a nadie mencionar ni una sola vez a Pablo Iglesias ni a Podemos. Tampoco oí hablar de política, cosa rara cuando uno tiene mucho tiempo libre y le duele el cuerpo y no sabe qué hacer con su rabia y su dolor y su aburrimiento.

Y que conste que la gente que uno se encuentra en los hospitales públicos y en los centros de la ITV es la clase de gente que debería ser votante natural de Podemos, o al menos simpatizante de su causa. Todos tenemos coches viejos que debemos revisar cada año, lo que demuestra que nuestra situación económica no es especialmente boyante, y ninguno de nosotros está en condiciones de pagarse una mutua de salud y por tanto una clínica privada. Así que conocemos muy bien las largas listas de espera, las colas en esas dependencias que siempre tienen una fea mancha de humedad en la pared y un altavoz estropeado, y las molestias de las habitaciones hospitalarias compartidas con vete a saber quién. Y en estas condiciones, nuestro estado de ánimo no suele ser el más apropiado para estar contentos con la situación política. Pero en estos últimos tiempos parece evidente que la fiebre que desató el fenómeno Podemos se está debilitando por completo. Y me temo que la ambigua -y en el fondo ingenua- postura de Podemos con respecto al independentismo catalán les está haciendo un flaco favor en estos últimos días de la campaña electoral. Cada vez que Inés Arrimadas, de Ciutadans, sale en la tele sacándole los colores a Artur Mas, la retórica de Podemos sobre la necesidad de seducir y enamorar a los catalanes se queda en una especie de cancioncilla estúpida del dúo Pimpinela. ¿Cómo es posible seducir a quien te va a acusar de intento de violación si pretendes darle un beso en la mejilla?

Digo esto porque me parece muy raro que la izquierda más radical no haya sabido aprovechar una coyuntura que difícilmente se repetirá en unas condiciones más favorables. Si con los salarios ridículos que se pagan a muchos trabajadores que sólo tienen contratos por semanas o por horas (a este paso, pronto se instituirá el contrato por segundos), y si los niveles de desempleo siguen siendo muy altos, y si encima el partido que gobierna no despierta ninguna simpatía -y con motivo-, y además está corroído por infinitos casos de corrupción, uno se pregunta cómo es posible que las fuerzas de una izquierda más o menos justiciera no lideren todas las expectativas de voto. Pero resulta que no es así en absoluto. El PP sigue encabezando las encuestas y el PSOE no se desinfla como nos predijeron los gurús del catastrofismo. Y Podemos, según dicen las últimas encuestas, mejora algo gracias a sus coaliciones con pequeñas formaciones nacionalistas, pero justamente esta clase de coaliciones con grupos muy próximos al independentismo van a hacer muy difícil que pueda formar un gobierno de izquierdas con el PSOE (el gobierno de la nación no es lo mismo que gobernar una comunidad autónoma).

Si los líderes de Podemos hubieran prescindido un poco de las tertulias y los platós, y se hubieran dado una vuelta por los hospitales públicos y los centros de inspección de vehículos -y por mercados y por centros escolares-, se habrían dado cuenta de que la gente de la calle aplica otra clase de razonamientos a la vida política. Y por muy cabreada que esté, valora las cosas que tiene y los servicios sociales que disfruta. En la Europa del Estado del bienestar -por cuarteado y amenazado que esté-, el ciudadano es conservador por naturaleza. Y por mucho que cunda la indignación, siempre hay un fondo de realismo en el hombre de la calle, el viejo realismo de Sancho Panza. Sería bueno que la izquierda se enterase alguna vez.

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