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Antonio Papell

Empieza la desconexión imaginaria

Todo ha discurrido según estaba previsto: los diputados de la lista unitaria 'Junts pel Sí' y de la CUP, que representan conjuntamente el 47,8% de los votos emitidos en las elecciones del 27S, han aprobado la declaración soberanista que marca el punto de ruptura del sector independentista con relación al resto de Cataluña y al Estado español.

La debilidad argumental de Raúl Romeva, que presentó la declaración en nombre de su heterogénea opción, contrastó con la rotundidad de Anna Gabriel, quien expresó la posición de la CUP con inquietante franqueza: "anunciamos la apertura de un proceso constituyente no subordinado, la desconexión democrática con el Estado español"? "Proclamamos nuestra insubordinación democrática"? "Nuestro internacionalismo requiere soberanía para poder desplegarse en toda su expresión?". Es difícil averiguar lo que estarían pensando al escuchar a Gabriel muchos diputados y muchos electores de Convergència Democràtica de Catalunya que se han formado en el seno de un estado de derecho, con respeto escrupuloso a la ley y a las estrictas reglas del pluralismo político al escuchar la soflama revolucionaria de una activista que rechaza lo que es y significa la Unión Europea, expresión genuina de la democracia liberal que alcanza las máximas cotas de civilización, seguridad jurídica y libertades públicas.

Joan Coscubiela, que habló más tarde en nombre de Catalunya Sí que es Pot (CSQP), coalición de Podemos e ICV, y que defendió otra propuesta, la de exigir un referéndum de autodeterminación, descalificó la declaración calificándola de "calle sin salida, una declaración de insurgencia tan curiosa como inviable". Xavier García Albiol, Inés Arrimadas y Miquel Iceta intentaron sin éxito convencer con argumentos de sentido común contra una toma de postura que carece de la masa critica que podría justificarla: ante los propios catalanes, ante el estado español y ante la comunidad internacional, el separatismo no ha logrado acreditar ni siquiera el 50% de los votos emitidos en una consulta plebiscitaria organizada por él mismo?, cuando una ruptura de esta naturaleza sólo puede ser tomada en cuenta cuando la respalda una 'amplia mayoría'. Léase el dictamen del Tribunal Supremo del Canadá sobre Québec, que ha cobrado carta de naturaleza en el Derecho Internacional.

Como estaba previsto, tras la aprobación de la declaración soberanista e insurreccional, el presidente del Gobierno de la nación ha realizado una declaración y se ha apresurado a presentar recurso ante el Tribunal Constitucional. La secuencia es conocida: el Tribunal suspenderá la declaración al admitir el recurso a trámite; se aprestará a aplicar las facultades sancionadoras de que acaba de ser dotado si el Parlamento no se da por enterado de la suspensión; y el Gobierno graduará la respuesta a cualquier desacato, que fácilmente podría llegar a la toma de control del aparato administrativo y de seguridad de Cataluña, por simple aplicación de la ley de Seguridad Nacional? Nadie en su sano juicio puede pensar a) que el Estado claudicará ante esta provocación y b) que la comunidad internacional apoyará la insurrección de una minoría. Y si esto es así, ¿qué clase patriotismo exhiben quienes conducen a la sociedad catalana hacia un muro infranqueable, y contra la voluntad de la mayoría de estos catalanes? Joaquín Luna lo escribía ayer en la página noble de 'La Vanguardia': "un país solo puede ser independiente si hay alguien dispuesto a reconocerlo. ¿Quién puede imaginar a un solo Estado listo para avalar esta fuga del sentido común? Llamar desde el poder a incumplir las leyes, esto se ve poco en Europa? El Financial Times y el The New York Times publicaron sendos editoriales tras el 27S con idéntico mensaje: Madrid está obligado a dialogar pero el soberanismo carece de legitimidad moral para avanzar hacia la independencia".

Por la tarde, en la sesión de investidura, Más enmarañó la reclamación soberanista con señuelos sociales. Pero de esto hablaremos mañana.

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