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Diplomático y espía de los buenos

He visitado la Capilla Sixtina en tres ocasiones. En la más tranquila de ellas me pisaron varias veces, y un señor me golpeó levemente en la ceja izquierda con su cámara de fotos. En cada ocasión un guardia pedía silencio a voces cada cinco minutos, pero a los pocos segundos aquello volvía a parecer un mercado. Hace unas semanas Jorge Dezcallar presentó su libro Valió la pena, y en él cuenta la anécdota del día que se despedía de su misión diplomática como embajador de España ante la Santa Sede. Su amistad con el responsable de seguridad del Vaticano le permitió permanecer a solas, tumbado en el suelo bajo los frescos de Miguel Angel, durante veinte gloriosos minutos. Explico esto para dejar claro que escribo esta columna desde la más corrosiva de las envidias hacia Dezcallar, al que no tengo el gusto de conocer personalmente aun siendo compañero de estas páginas de opinión.

Pero el libro de Dezcallar es mucho más que una colección de anécdotas emotivas o graciosas, las propias de una vida dedicada a la diplomacia que le ha permitido conocer de cerca a multitud de personajes interesantes. Aunque sólo sea por ese motivo, la lectura de sus memorias es absolutamente recomendable. Pero a mi me parece que hay que intentar leer entre líneas lo que escribe un diplomático del nivel de Dezcallar. En particular si el alto funcionario ha sido también el máximo responsable de los servicios de inteligencia de nuestro país. Si el ejercicio de ese cargo coincidió en el tiempo con el mayor atentado terrorista de la historia de España, entonces resulta imprescindible afinar la vista. Llama la atención que habiendo dedicado dos capítulos completos (120 páginas) a su paso como director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) y a los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, el impacto de su relato no haya sido mucho mayor en los medios de comunicación. Dezcallar aclara que sólo cuenta lo que puede, pero cuenta mucho.

En junio de 2001 Aznar ofrece a Dezcallar, que en ese momento era embajador en Marruecos, la dirección del CESID con el encargo de "civilizar" nuestros servicios de inteligencia, y ajustar su funcionamiento a las normas del Estado de Derecho. Además, le plantea la posibilidad de coordinar la lucha antiterrorista, lo cual supondría centralizar en el futuro CNI todos los servicios de información del Estado. Parece claro que el ofrecimiento de Aznar iba en serio, porque Dezcallar se incorporaba a su puesto con rango de Secretario de Estado, por encima de los directores de la Policía Nacional y la Guardia Civil. Dezcallar critica en su libro la falta de cintura política de Aznar, y los motivos por los que se fue enfriando su relación con él, pero reconoce que es un hombre que cumple lo que promete. No me ha sorprendido esa descripción, porque coincide al milímetro con la opinión sobre el expresidente de otra persona que ofrece pocas dudas sobre su independencia de criterio: Xabier Arzalluz.

El trabajo de Dezcallar permitió modernizar el antiguo CESID y adaptarlo a un sistema garantista acorde con nuestro ordenamiento jurídico. Mientras un miembro del MI6 británico podía registrar un domicilio con una simple orden de un secretario de Estado, en España se necesitaba el consentimiento escrito de un magistrado del Tribunal Supremo. Tiene su gracia, por tanto, que el hombre que impulsó estas reformas despertara recelos a la hora de concentrar toda la información de los diversos servicios de inteligencia en España, bajo el clásico argumento de ¿quién vigilará al vigilante? Al parecer daba miedo que un diplomático mallorquín se pudiera convertir en un pequeño Edgar Hoover. Sonaría a chiste si no fuera por la repercusión de ese error en los trágicos acontecimientos de marzo de 2004.

Si la intención del presidente del Gobierno era clara y sincera, ¿por qué el CNI, que se descolgó del organigrama del ministerio de Defensa para terminar dependiendo de la Vicepresidencia, no consiguió coordinar los servicios de información? A las pocas semanas de su nombramiento Dezcallar ya intuyó la magnitud de los obstáculos que se iba a encontrar. Sucedió en un almuerzo en un reservado de Jockey con otros dos comensales. Uno era el ministro del Interior, y el otro su secretario de Estado, que se resistían a ceder sus competencias sobre la lucha antiterrorista. Once años después ya no ocupan esos puestos, porque son respectivamente presidente del Gobierno y ministro de Defensa.

En aquellos tres fatídicos días para el Partido Popular, entre los salvajes bombazos y los comicios sucedieron muchas cosas. Dezcallar no revela nada fundamental que no se supiera, pero desmonta milimétricamente algunas de las injusticias que se cometieron con el CNI. Estuvieron "a ciegas" respecto a las investigaciones, y su director se sintió manipulado. El Gobierno cometió graves errores en la gestión de aquella crisis, que como mínimo le costaron las elecciones. Trató de ocultar informaciones a la opinión pública que fluían por otros cauces, entre ellos hacia el PSOE. Que el CNI hubiera coordinado entonces todos los servicios de espionaje no garantiza en absoluto que los atentados no se hubieran producido. Pero es obvio que se hubieran evitado muchos de los desatinos de Aznar y Acebes en aquellas infaustas 72 horas. Aquí subyace, escondida entre la finezza del lenguaje diplomático, la paradoja más asombrosa de todo el libro de Dezcallar. Una pirueta del destino quiso que, la misma persona que frenó la coordinación de la lucha antiterrorista por el CNI, fuese la principal víctima política del mayor atentado de nuestra historia: Mariano Rajoy.

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