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Murió en plena juventud

Quien la conociese sabía de su tesón y aquella capacidad de disfrute con la que lograba sobreponerse a los jaques de la vida. No había semana sin proyecto, adversidad que la apagase ni acontecer capaz de sumirla en la derrota o despertar en ella la estéril resignación.

La autocompasión no hallaba en ella dónde hacer nido, y su cuerpo devastado no dejó de albergar una belleza interior que trasparentaba para hacer juego con aquella exterior que cuidaba con mimo. Maquillaje, manicura y el esmero que ponía en el vestir, no cedieron con el tiempo, así que a los noventa y tres años y en silla de ruedas más allá de unos pasos, seguía en pos de nuevos motivos para la alegría; ligera de mente y penetrante a pesar de la ceguera porque sabía mirar desde dentro sin ceder a las brumas o el dolor.

Una vez por semana se la podía ver, del brazo de aquel fiel amigo, andar bajo su casa unos metros hasta recalar para un refresco o, si en la silla, sugerir a quien la acompañase nuevos paseos para reactivar su memoria a fuerza de imaginación. Los recuerdos eran vívidos, trufados de anécdotas y únicamente la soledad ocasional, de unas horas, despertaba en ella un tedio que conjuraba merced al sosiego esperanzado, fuente de ocurrencias y en espera de interlocutor. Junto a ella era posible unir las remembranzas con el regocijo por el siguiente plan que adornaría su fácil sonrisa. Deseaba comer junto al mar para gozar de la brisa o, si en el campo, inquiría curiosa sobre gentes y paisajes para sobreponerlos a aquellos que la acompañaron desde la infancia. Convertía en festejo cualquier reunión, y las ternezas domésticas eran el plato que servía en cada visita. Por cierto: quedó pendiente la comida en un buen restaurante -así lo quería- para celebrar el fin del tratamiento médico que se le había aplicado, y no dejaré de lamentarlo porque, en tales ocasiones, ceguera y artrosis se batían en retirada y dejaban expedito el camino a unas ganas de vivir que se contagiaban.

He de reconocer que nuestras diferencias ideológicas de antaño, cuando nos conocimos, habían dejado paso a un respeto mutuo teñido en mi caso de admiración por aquella extraordinaria disposición de ánimo que trocaba en amor las lágrimas que demasiadas veces hubo de derramar. Viuda y con dos hijos fallecidos, cada pérdida fue un descenso al fondo de sí misma, transida de dolor, para emerger más fuerte y hacer, de la nostalgia por los seres queridos, una herramienta que le permitió darse más y mejor. Hoy tengo la certeza, tras observarla durante años, que la melancolía, a pesar de una edad proclive al desconsuelo, no se apoderó de ella para convertir el resto de su existencia en un largo adiós, sino que afiló si cabe su sensibilidad para extraer lo mejor del tiempo por venir y gozarse con cualquier minucia. La comida de Navidad, su fiesta de cumpleaños, los regalos a los nietos o la atención con que escuchaba desde la radio a las noticias de prensa, eran pruebas de su disposición para sobreponerse al quebranto, dando razón a Cervantes cuando afirmó que lo importante es el camino y no la posada: aquella su casa en la que vivía a la espera de hijos, otros familiares o simples amigos, para compartirse.

Pese a haber sido, por mi profesión, testigo de la dignidad con que muchos afrontan enfermedad y deterioro, nunca como en su caso he podido constatar, una y otra vez, cómo seguía inmune a la desesperanza que en otros concitaría una oscuridad que sus ojos ya no acertaban a desvelar. O las muertes próximas e inesperadas. Que es malo sufrir pero bueno haber sufrido, como afirmó San Agustín, se ejemplificaba en esa mujer cuidadosa en el lenguaje, ocupada en el bienestar ajeno, atenta a su apariencia -tenéis que lavarme el pelo y han de pintarme las uñas porque mañana vendrá a leerme el periódico- y reacia a la sumisión. A resultas de ello, alguna fractura por empeñarse en levantarse de noche y sin ayuda para ir al lavabo, o aquella cuchara que no acertaba con su boca y que yo miraba fascinado al tiempo que la escuchaba rechazar el ofrecimiento: "No, no hace falta. Puedo hacerlo sola. ¡Sólo faltaría€!".

Con igual talante, aceptó la muerte hace unos días. Lúcida hasta pocas horas antes, supo del inminente desenlace que era, a un tiempo, despedida y próximo reencuentro con quienes la precedieron. "Ya es hora de marcharme -me contaron que dijo, apacible-. Pero no estéis tristes. Voy a estar con los que ya se fueron€". Al poco, compareció el que le leía cada lunes, sin faltar uno. "¡Qué guapa estás!", le susurró junto al último beso. Y ella: "Gracias. Por todo". Y un gesto complacido por el piropo. Transformó, como siempre hacía, su ocaso en alba y, en paralelo, la pena de quienes abandonaba se ha hecho más llevadera. Como alguien dijo una vez, ha dejado pedazos de alma flotando en el aire tras la despedida, así que no caerá en el olvido para nadie de cuantos la conocieron. Porque valió la pena tenerla cerca. Hasta el final.

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