Diario de Mallorca

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En voz baja

Pasearse por las calles de Barcelona y mirar las fachadas es lo mismo que asistir a una exaltación identitaria en casi cada ventana, en casi cada balcón. Un hartazgo y un mareo que no te lo quitas ni tosiendo o mirando fijamente el suelo. Banderas y más banderas. Senyeres y estelades. Si uno no estuviera en el ajo creería que ha llegado a la ciudad en plenas fiestas patronales. Una cosa como de verbena. Mientras camino, me esfuerzo en obviar los balcones exaltados y trato de fijarme y valorar como bien se merecen esos balcones sin bandera. Me emociona esa desnudez, esa valentía por omisión, esa anomalía cuando en verdad tendría que ser lo más normal del mundo. En Cataluña, un balcón o ventana que no ostenta bandera alguna ha acabado significando una forma de resistencia. De esas resistencias que a mí me gustan, sin énfasis, sin alharacas, sin exhibir músculo, sin subrayarse a cada rato en rojo y amarillo. En fin, sin chillar visualmente. Trato de abstraerme de tanta bandera y me imagino caminando por las calles de un pueblo que celebra su fiesta mayor, pero al instante me digo que no, que esto es Barcelona y no Ripoll, Berga o Vic. Y sé, por otro lado, que en esta ciudad habitan muchas personas que detestan toda esta chaladura emocional, esta borrachera sin gracia. Porque esto es una gran borrachera sin alcohol. Borrachos que dicen que van en serio. Y ya sabemos la poca gracia que tiene un borracho que asegura que va muy en serio. No hay ironía que valga, pues te puede romper la cara si te atreves a poner en entredicho su fiebre identitaria. O estallas en una carcajada o huyes de su presencia. Ambas opciones son válidas. Decía que hay muchas personas que rechazan este raholismo gritón e histérico, adornado por la temblorosa y fanática Forcadell y el nadador Romeva. Que siga haciendo largos, que es lo suyo.

De acuerdo, lo rechazan, pero les cuesta horrores decirlo en voz alta. De hecho, tengo amigos en Barcelona que bajan el volumen de sus voces cuando tratamos el tema. Ha habido rupturas, groserías, silencios preñados de rencor y sorda venganza. Pero también se percibe una especie de miedo, por parte de quienes poseen sólidos argumentos en contra de los independentistas, a hablar sin tapujos y con un volumen de voz, digamos, normal. Por supuesto, no hace falta elevar la voz o gritar, pero tampoco hacerse apenas audible para un interlocutor interesado. Cuando noto que el amigo, recién conocido o quien sea empieza a mirar a derecha y a izquierda y a bajar la voz, le corto para decirle que no es necesario susurrar cuando hablamos del Tema, ahora ya en mayúsculas y con toda la coña marinera del mundo, que nadie le va a detener por expresar libremente su opinión acerca del Tema, a no ser que haya un sector importante de la población que se haya convertido en una suerte de Stasi. Bromeo aunque, en el acto, me doy cuenta de que él también va en serio.

Cuando en una sociedad, en principio, democrática, sus componentes empiezan a comportarse de modo extraño y algo esquivo y, sobre todo, empiezan a hablar en voz extremadamente baja cuando se aborda el Tema, entonces es que algo está fallando de verdad. Algo muy grave. Sin duda, el Tema se ha convertido en un asunto que irrita y caldea el ambiente y que muchos evitan para no molestar al otro. Sin embargo, mientras unos ondean y agitan banderas desde que se levantan hasta que se acuestan y, cuando al fin se meten en la cama no se olvidan de colgar la suya en su balcón, los otros se limitan a dejar su balcón desnudo, como debería ser, con sus macetas y sus bicicletas. Lo triste es que ellos bajan la voz hasta el susurro y es cuando hay que aguzar el oído para escuchar su malestar, su hartazgo, sus ganas de largarse, si pudieran. Me fijo mucho en esos balcones y ventanas sin bandera. Celebro ese silencio, esa resistencia por omisión, ese no querer entrar en el delirante baile de insignias, en ese mesianismo cutre, en esa inflamación colectiva. Un balcón limpio de estandartes e insignias es una zona libre. Esos balcones y ventanas sin disfraz los interpreto como balcones sensatos. Pienso en los inquilinos de esas viviendas que no hacen ostentación de identidad. ¿Para qué? Algo que en cualquier otra ciudad es muy natural, en Barcelona no deja de ser una discreta heroicidad. Tras regañar de forma cariñosa a mis amistades barcelonesas, les recuerdo que si algún día empiezo a mirar a derecha y a izquierda y a bajar la voz como si fuese un sujeto sospechoso, me lo echen en cara sin miramientos. No se trata de gritar, pero mucho menos de enmudecer.

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