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Jose Jaume

Haciendo guardia en sa Feixina sobre los luceros

No es admisible que el próximo alcalde de Palma, el nacionalista Noguera, al que se le puede augurar una brillante carrera política, afirme que es inadmisible que en sa Feixina ondeara una bandera falangista. El fascista que la exhibió tiene derecho a hacerlo: le ampara la libertad de expresión. Al igual que a quienes enarbolan banderas esteladas en el Camp Nou siendo multado el club por unos de los entramados más corruptos del planeta: la UEFA. También ampara a quienes silban la marcha real y al rey de España, lo que provoca los farisaicos aspavientos de los dirigentes de la derecha y de sus voceros, siempre prestos a prohibir lo que les incomoda. La libertad de expresión les ampara, o debiera hacerlo, y a quienes están siendo multados por el Gobierno, que utiliza para ello la infumable "ley mordaza", un artilugio propio de sistemas autoritarios. La libertad de expresión incluso ofrece cobertura a quien hace ostentación de la cruz gamada. Es para todos. Sin excepciones. Fue el Tribunal Supremo de los Estados Unidos el que en una sentencia ejemplar estableció que un ciudadano puede quemar públicamente la bandera estadounidense, puesto que es esta bandera la que salvaguarda su derecho a la libertad de expresión, establecida en la primera enmienda de la Constitución.

La digresión es necesaria, porque lo sucedido el domingo en sa Feixina despeja cualquier duda, deja nítidamente establecido que el monolito es un monumento fascista, el recuerdo de quienes íntimamente se sienten herederos de los que ganaron la guerra. En la secuencia final de Las bicicletas son para el verano el inmenso Agustín González le dice a su hijo, cuando éste le pregunta si ha llegado la paz, "no, ha llegado la victoria". Eso es el monumento de sa Feixina: un recuerdo de la victoria, un mamotreto que, a quien conozca mínimamente nuestra desgraciada historia, provoca parecido estupor, acompañado del inevitable desasosiego, que el que se siente al contemplar el Valle de los Caídos. ¿Se aceptaría en Alemania un monumento que recordase a los muertos del acorazado Bismark? En él, sin duda, murieron inocentes. Era un buque de guerra nazi. No hay discusión. El crucero Baleares fue un navío de guerra franquista, que cometió crímenes de guerra, al masacrar a civiles en la carretera de Almería en 1937. El monolito fue inaugurado por el dictador Franco. Es un monumento fascista. Solo la cobardía, que ha dado al traste con su carrera, de la alcaldesa Aina Calvo posibilitó su conservación. Uno de los muchos errores de una política incapaz de enfrentar cuestiones de envergadura, que siempre pensó que se le tenía que dar todo hecho.

El domingo, en sa Feixina, estaban todos los que debían estar: El Círculo Balear, Hazte Oir, los falangistas, todos, incluso algún militante del partido de la derecha mallorquina, que, por boca de la exconsellera Sandra Fernández, niega la mayor: que el monolito sea franquista. ¿Qué es entonces? Reiterémoslo: estaban todos, incluso los energúmenos que hoy como ayer no dudan en emprenderla a puñetazos con quien legítimamente porta una bandera republicana. Ilumina el entendimiento que alguien como Marisé Fernández-Segade afirme que "jamás tiraría sa Feixina"; y después, cuando Matías Vallés le pregunta, conociendo la respuesta, si hay que exhumar los restos de los asesinados por el franquismo, que todavía pueblan las cunetas de España, diga que "no, porque es absurdo", añadiendo que deben descansar en paz unos y otros. Sus descendientes les siguen buscando. No parece que haya descanso para sus familias, aunque al líder de Ciudadanos, Albert Rivera, le incomode pronunciarse sobre el caso. Lo suyo es la equidistancia, mirando siempre a estribor.

En sa Feixina, insistamos, estaban, perfectamente alineados, quienes debían estar: al aquelarre no faltó nadie. Observar sus rostros, banderas al viento, haciendo su ofrenda floral constituyó el mejor recordatorio posible de que quienes defienden el monolito son los que siguen sin admitir lo obvio: la Guerra Civil de 1936-1939 fue el resultado de un golpe de Estado militar que, tras fracasar en más de media España, desencadenó una guerra ganada por los golpistas debido al decisivo apoyo prestado por la Alemania nazi y la Italia fascista. La República, sin el concurso de las democracias occidentales, se derrumbó. Después sobrevino una larga dictadura que en sus primeros años, en la dramática década de los cuarenta, siguió fusilando a mansalva, casi como durante la guerra. Un escritor católico, George Bernanos, en su estremecedor Los grandes cementerios bajo la luna, afirma, refiriéndose a lo que sucedía en Mallorca: "Aquí se fusila como si talaran". El monolito de sa Feixina es un recuerdo de todo ello: de la victoria de los sublevados, de la dictadura, del inacabable dolor de los que año tras año contemplaban a los falangistas protagonizando cada 19 de noviembre sus necrológicas exhibiciones, cuadrados, hasta el alba, ante el monumento.

Pretender su conservación aduciendo, como hace Arca (quién la ha visto y quién la ve) razones artísticas, de conservación del patrimonio, el mismo argumento al que se aferran todos los que se niegan a admitir lo evidente: bien por ideología, que es el caso en la mayoría, o por un prurito difícilmente comprensible, es contribuir a que sigamos a vueltas con una vieja pero muy presente historia. Marisé Fernández lo sintetiza perfectamente: el monolito ha de permanecer, los asesinados por el franquismo están bien donde cayeron, donde la tierra nunca les ha sido leve; no lo será mientras los suyos los siguen reclamando. Al Ayuntamiento de Palma le asiste el derecho político y moral a eliminar el monumento. Debe hacerlo. En España se arrastra no haber llevado a cabo lo que sí se realizó en Alemania e Italia: el democrático ajuste de cuentas con su historia. Aquí el dictador murió en la cama. Un sector de nuestras derechas sigue negándose a que su herencia desaparezca. No acepta que los monumentos levantados a su mayor gloria y a la de quienes protagonizaron el golpe se eliminen. Es demasiado cínico el argumento que utilizan: recordar a todas las víctimas. Las de las cunetas que se queden en ellas.

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