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Daniel Capó

Debates centrales

Baleares lidera la tasa de fracaso escolar en España, con unas cifras que deberían causar escalofríos. Cerca del 30% de los alumnos del archipiélago no finaliza sus estudios obligatorios, lo cual significa que un tercio de los jóvenes que viven en nuestra comunidad se encuentra en riesgo de exclusión social. Los datos que nos llegan del sur peninsular no resultan más alentadores. En Andalucía, la tasa de abandono escolar es del 25%; en Extremadura -sí, la región del iPad por alumno-, es de un 24%; en Canarias o en Valencia, de un 22%. Son números que asustan aún más si pensamos que su reverso tampoco funciona. PISA apunta, por ejemplo, que la debilidad de la enseñanza en España es doble: en la franja superior e inferior. Si el fracaso escolar resulta elevadísimo para los estándares europeos, la cantidad de alumnos destacados es, por el contrario, muy escasa. Hay pocos alumnos brillantes, sobre todo si tenemos en cuenta los rankings internacionales, siempre con el epicentro situado en Asia -Shangai, Singapur, Corea del Sur-, en Finlandia y en Canadá. Con un 30% de tasa de abandono escolar no cabe hablar de cohesión social y sin un contrapeso de excelencia tampoco podemos referirnos a los valores de una educación de calidad. Una parte considerable de la crisis española actual -no toda, por supuesto- se deriva de este doble déficit: falta de igualdad y poca preparación de cara a la competencia exterior.

¿Cuánto hay de cultural en la explicación de este desfase? Seguramente mucho. La alfabetización llegó tarde a España y se hizo mal, como sucedió en otros países católicos del arco mediterráneo. El papel de la Iglesia, temerosa del protestantismo y de la Ilustración, fue significativo. En este sentido, cabe hablar de un retraso de siglos. Con frecuencia me he referido a los datos de Finlandia en el uso de las bibliotecas municipales: por cada libro que se presta a un usuario español, a un finlandés se le han prestado siete. Son números aproximados que nos hablan de una textura cultural sustancialmente distinta. La lectura incita a la curiosidad y refuerza la comprensión de los enunciados. La lectura además, si se hace en voz alta, constituye una pedagogía de la escucha esencial para la posterior escolarización. Pero no todo es -ni puede ser- una cuestión de tradición lectora. Hay que contar con una difícil realidad sociológica, con el eclipse de los valores del esfuerzo, con uno entorno mediático que premia el espectáculo en lugar del saber, con un mercado de trabajo que no favorece la capitalización del conocimiento, etc. Y no debemos olvidar que la labor del maestro sigue poco prestigiada, su selección no es con frecuencia la más adecuada, como tampoco lo es su formación. En un mundo regido por criterios estadísticos, sorprende cuánto hay de ideológico todavía en la pedagogía que se enseña en muchas facultades de nuestro país. También haría falta un salto hacia la modernidad que nos acercase a otros usos y a otras costumbres.

La sobrexcitación mediática impide que nos detengamos en los debates centrales. El envejecimiento demográfico es uno de ellos; los efectos de la globalización sobre el trabajo y las clases medias, otro. El papel de las políticas de cohesión social y la calidad e independencia de las instituciones sin duda constituyen piedras de toque para el futuro de una nación. También la educación forma parte de ese decálogo fundamental que exigiría auténticos pactos de Estado. Por desgracia, el griterío ensordecedor de la demagogia partidista no invita precisamente al optimismo.

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