Diario de Mallorca

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Parece mucha gente últimamente estupefacta por lo que ve que ocurre en los partidos, sin que ello sea, ni mucho menos, una novedad. Tal vez su asombro tenga que ver con la mayor atención que los ciudadanos prestan a la política desde que la crisis los afecta tan directamente.

Me refiero, por ejemplo, al inverosímil cierre de filas en torno al jefe de un Partido Popular corroído por la corrupción de tantos ex dirigentes y simpatizantes y a quien nadie, si no es su aún más desacreditado predecesor, se atreve a cuestionar en público pese a la convicción de que amenaza un desastre.

Pero también a la forma de actuar del nuevo secretario del PSOE como es la inclusión en un puesto destacado de la lista electoral de Madrid de alguien que, desde la rival UPyD y prácticamente hasta ayer, había echado pestes de los socialistas, lo cual no deja de resultar chocante por ambas partes.

Y no se trata ya de que la interesada tenga, como reclamaban algunos, que pedir "perdón", algo innecesario cuando sus críticas estaban bien fundadas, sino que lo chocante es la falta de explicaciones a los militantes.

Parece cada vez más claro que, mientras las listas sigan siendo cerradas y bloqueadas, resultará imposible profundizar en la democracia partidaria porque no se permite a los votantes decidir si quienes han sido incluidos en ellas merecen o no su confianza.

Pero no deberían tampoco sacar pecho los nuevos partidos, y así nos encontramos con que el de Pablo Iglesias pone obstáculos a la unidad de la izquierda que reclaman muchos ciudadanos, y lo hace bien por acertados o erróneos cálculos electoralistas, bien por caprichos personales, sin que parezca importar la decepción que seguramente seguirá al resultado que obtengan en las urnas.

Y mientras tanto Ciudadanos, en quienes algunos ven ya una derecha más moderna y civilizada, más liberal y europea que la que encarna el carpetovetónico PP de Rajoy y Aznar, ha admitido en sus filas - ¿no advirtió nadie a los máximos responsables- a algunos políticos conocidos localmente por sus cambios de chaqueta y su oportunismo.

A la vista de todo ello, uno no puede menos que pensar en un breve texto que la pensadora francesa Simone Weil (1909-1943) escribió en el último año de su vida en la capital británica, donde se había unido a los Franceses Libres del general De Gaulle para terminar dimitiendo de todos sus cargos, enferma y amargada por las luchas destructivas entre los políticos franceses en el exilio.

El opúsculo, titulado Ensayo sobre la supresión de los partidos políticos (1), contiene, pese a las circunstancias tan distintas de las actuales en que fue escrito y a la radicalidad idealista de su autora, toda una serie de pensamientos sobre los que es muy útil, hoy como siempre, reflexionar.

Así, Weil señalaba como bien de los partidos "la verdad, la justicia y la utilidad pública", triple objetivo que no veía sin embargo realizado en ninguna parte. Por el contrario, escribía, su fin único "es su propio crecimiento sin límite alguno".

El partido, escribía también esa filósofa que trabajó durante algún tiempo en la fábrica Renault para conocer de primera mano la condición obrera, es "una máquina de fabricar pasión colectiva", única energía de la que dispone "para la propaganda exterior y para la presión que ejerce sobre el alma de cada miembro".

El mecanismo de "opresión espiritual y mental propio de los partidos fue introducido en la historia por la Iglesia católica en su lucha contra la herejía", explicaba esa pensadora nacida en el seno de una familia judía, pero que decidió convertirse al catolicismo.

Y señalaba en otro momento de su lúcido ensayo: "Como en todas partes, la operación de tomar partido por algo, de tomar posición a favor o en contra de algo, ha sustituido a la obligación de pensar". Nada más cierto.

(1) "Ensayo sobre la supresión de los partidos políticos". Introducción de Simon Leys. Epílogo de Czeslaw Milosz. Ed. Confluencias. 2015.

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