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Norberto Alcover

El choc de la Habana

Dejémonos de circunloquios: Agustí Villaronga es, en estos momentos del cine español, el realizador de mayor creatividad, coherencia y censura de ese conjunto mucho mejor de cuanto hemos decidido determinar. Sin concesiones, se lanza, ahora, sobre el lumpen habanero y preanuncia lo que en gran parte será esa paz que parece otearse en un horizonte cercano. Una paz hecha de excrementos, mientras las banderas cubana y norteamericana se posan maternalmente sobre unos ciudadanos acostumbrados a vivir machacados por el hambre material y moral. No en vano ese Rey de la Habana funda su poderío en la magnitud de su miembro viril como única oferta al mejor postor de algo valioso y consistente. Incluso, tal cualidad produce una piedad maternal en las mujeres que se cruzan en su vida, una madre soltera y un transexual al uso, entregados al dólar del mejor postor.

Una Cuba deshecha tras tantos años de aquella revolución de 1959 que tantos aplaudimos como signo de un momento del todo nuevo ante unos USA dominantes y proteicos. Nada de nada. Entre corrupción del sistema, caída del muro berlinés, desaparición de la presencia soviética, pero sobre todo, incapacidad revolucionaria para autoconducirse con inteligencia y un cierto posibilismo, la Cuba que se prepara para abrirse a la libertad es un colectivo impresentable, entregado a la ilusión de Varadero y el hundimiento de los barrios periféricos de la Habana, que en tantas ocasiones tuve el valor de visitar y además vivir muy de cerca. Agustí Villaronga hunde sus imágenes en tales barrios con una desesperada crueldad y carnalidad que el mismísimo humor negro potencia todavía más hasta llamarte a las lágrimas de compasión pero no menos de asco. Las exageraciones también existen. Y nos ayudan a colocarnos en nuestro humillante lugar. El de los "voyeur" ante el terrible espectáculo.

Si este texto fuera una estricta crítica fílmica, escribiría que estamos ante una de las películas menos conseguidas, estilísticamente y por razones de un endeble guión, del mallorquín Villaronga, ya crecido y convertido en un tabú cinematográfico. Pero estamos ante un artículo de opinión y de opinión sociopolítica y además ético y moral. Y la reacción de quien escribe es, por ello mismo, muy diferente. Desde esta perspectiva estamos ante un documento escalofriante de una situación histórica concreta, pero ampliable a otros lugares, y de unas tipologías entregadas a la mayor abyección que imaginarse pueda. En parte porque los personajes lo aceptan como algo insuperable para resistir, en parte porque a Villaronga la atrae ese abismo de miseria material donde surge el otro abismo de miseria ética y moral ? mientras aparece un bebé al que una de las protagonistas da el pecho en el único gesto realmente afectivo del film. Desde el comienzo, la muerte injusta hace su aparición, y tal muerte todo lo cubre de una pátina de procacidad resistente, de sexualidad incontenida, de amores perros que embrutecen ? pero también producen lágrimas.

Cuando estuve en la Habana en el mismo "período especial" que aparece en el film y que siguió al desmoronamiento de la URSS, todas las ilusiones falsas y falsificadas venidas abajo, discurrí con Toni, el taxista amigo, por todas estas zonas que ahora forman la escenografía de Villaronga, y en ocasiones le urgía para salir a alguna vía más relevante y tomar una cerveza o un ron a palo seco. Era la saturación que se me imponía. Era el escalofrío de contemplar el punto de llegada de aquella revolución dominada por los barbudos de sierra Maestra. Era el hundimiento de un sueño, entre culpas propias y bloqueos inhumanos. Era verse sumergido en el lumpen más auténtico, semejante al experimentado en los barrios de chabolas de Bombay, pero más repugnante. Hice amistades, organicé cenas amigables en habitaciones inmundas, contemplé a niños dopados para que no lloraran de hambre, y tantas cosas más. Después, salíamos al exterior Toni y yo mismo, en silencio total. Y nos mirábamos. El abrumado y yo con un sentido de culpa sobrecogedor.

El documento de Villaronga nos traslada al "choc de la Habana" y de sus míseros habitantes. Hay que dejarse contemplar por tantísima miseria como despide la pantalla, y que nos enfrenta a nuestra responsabilidad occidental y a nuestros viajes turísticos, en los que solemos evitar miseria y miserables para deleitarnos con las bailarinas de "Tropicana", de mirada muy triste y mallas cuarteadas. Y será bueno adelantarse al retorno de algún tipo de libertades a la china, o semejantes, cuando la miseria y los miserables salgan de tantísima abyección, para comenzar una nueva vida: exactamente igual que antes de la revolución, esos momentos en que Cuba entera era el burdel de Florida. Porque todo retornará al orden anterior vía dólares y urgencia de diversión en unos USA tan repetitivos.

El Rey de la Habana es un film mediocre. Carece de la solidez antológica de Pa negre y por supuesto de esa obra modélica en su furor que es Tras el cristal, con la que el autor se presentaba en sociedad. Pero como documento es excepcional. Todo lo exagerado que se quiera. Todo lo abyecto que resulte. Sexo llevado hasta el límite. Pero tanta brutalidad y suciedad absolutamente llena de personas vivas y lacerantes, de tal manera que se cierra la función y permaneces en el asiento clavado y silencioso. Porque lo visto y oído responde a la realidad. Y porque vivir así es una forma de morir en vida para tantísimos hombres y mujeres del momento.

Me olvidaba: síganle la pista a Héctor Medina en su interpretación de Yunisleidi. En ocasiones, los actores se alzan sobre ellos mismos y se convierten en personajes que nunca morirán. Es el caso.

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