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Camilo José Cela Conde

Fotógrafos compulsivos

Los periodistas y los filósofos abundan cada vez más en plantearse un asunto que se ha vuelto bien común: la manera como el teléfono, convertido en cámara de retratar, está cambiando nuestras costumbres. Es algo que se puede constatar con facilidad sin más que ir hasta algún monumento o edificio emblemático y contar cuántos de los espectadores lo miran con atención y cuántos se limitan a fotografiarlo. En realidad el cambio del recuerdo personal atesorado en la memoria por el retrato comenzó hace años con la proliferación de máquinas fotográficas en miniatura pero entonces eran los japoneses sobre todo quienes parecían obsesionados por sacar fotos de cuanto les rodeaba y, si se me permite una hipótesis descabellada, dado que en los mu-seos está prohibido sacar fotos la imagen más reproducida y la Gioconda no cuenta, yo apostaría que el objeto más retratado, en Europa al menos, era la catedral de Notre Dame.

Con el móvil-cámara por medio es el planeta entero el que se ha vuelto objeto del deseo colectivo. Y tal vez lo peor de esa globalización perniciosa esté en la pregunta del por qué. Mirar las cosas y recordarlas es algo que se puede llevar a cabo por el mero interés hedonista pero si se quieren transmitir esas sensaciones hay que contarlas. Hacer un foto también puede deberse a una idéntica atracción por lo bello, o lo insólito, pero si luego se quiere compartir ese sentimiento basta con sacar de nuevo el móvil y enseñar la foto. Ni que decir tiene que es mucho más fácil darle al archivo de las imágenes guardadas que transformar las sensaciones en palabras. Sin embargo eso ya pasaba antes de que nos convirtiésemos en fotógrafos aficionados compulsivos. Así que la diferencia de ahora estriba en que llevamos encima, además de la cámara de retratar, la biblioteca entera de las fotos. Sin olvidar a Internet.

La red de redes se ha convertido en gran medida en el receptor universal de esa barahúnda cotidiana de fotografías que, luego de sacarlas, se envían de manera automática a todos los que están en nuestra lista de contactos. Si son selfies, no hace falta ni siquiera añadir una sola palabra de explicación. Si no, ¡ay!, resulta necesario poner algo por escrito e interviene la barrera que nos está volviendo cada vez más ágrafos. Antes imagen y palabra eran entes compatibles y hasta complementarios pero ahora parece que estamos yendo muy deprisa hacia una especie de dualismo que sin duda habría fascinado a Descartes: el del retrato como mundo aparte respecto de las frases.

A lo mejor hay un filósofo capaz de explicar a qué equivaldrían la mente y el cerebro en este enfrentamiento entre el móvil y la conversación. Pero cabe esperar que, además de eso, los científicos se interesen también por el fenómeno y contemos dentro de poco con una idea acerca de lo que pasa en nuestros propios cerebros y nuestra mentes para que nos olvidemos de disfrutar de las cosas que contemplamos intentando, en vez, fotografiarlas.

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