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¿Ley de punto final?

La reforma de la ley de enjuiciamiento criminal, que entrará en vigor el 5 de diciembre, obliga, con conmovedor voluntarismo, a que todas las causas penales se instruyan en un plazo máximo de seis a dieciocho meses, siendo el fiscal, que no dirige la instrucción, quien puede pedir prórrogas al plazo tasado de antemano, contando o no con la voluntad del instructor. Por supuesto, esta obligación de premura no se corresponde con la habilitación de más medios materiales y humanos.

Se supone por tanto que si no se solicita prórroga, el asunto será sobreseído. Lo que supondría de hecho declinar el enjuiciamiento del caso en cuestión. Estaríamos, pues, ante una verdadera ley de punto final, totalmente inaceptable en un estado de derecho democrático. Por añadidura, la ley tiene carácter retroactivo, por lo que a partir de la entrada en vigor de la norma los fiscales tendrán que revisar los cientos de miles de asuntos en trámite para comprobar si procede o no prorrogar su tramitación. Ni que decir tiene que los 2.500 fiscales de este país no serán materialmente capaces de llevar a cabo esta tarea absurda, al mismo tiempo que hacen seguir sus asuntos corrientes.

Todas las asociaciones de jueces y fiscales (salvo la inefable APD) han puesto el grito en el cielo ante lo que, además de un absurdo y grave disparate jurídico fruto de la improvisación y la impericia, podría ser un malicioso subterfugio para dejar ciertos casos comprometedores en la impunidad.

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