El Partido Popular ha elegido la forma de suicidio menos discreta, que es suicidarse en casa. A las lecciones públicas de Aznar, que critica Montoro en sus "reflexiones sinceras", ha seguido la dimisión de la presidenta en el País Vasco, que quería tenderle la mano a Bildu; la carta de Cayetana Álvarez de Toledo, renunciando a volver a presentarse en las listas de Mariano Rajoy, etcétera, etcétera. Lo más probable es que si la tempestad amaina el viento siga silbando en los oídos.
¿Necesita el partido del Gobierno una catarsis? Seguramente sí. ¿A estas alturas? Sospecho que no. Sin embargo Montero ha tenido un rapto de sinceridad, no sabemos si de despecho, hacia el partido que no le reconoce suficientemente sus méritos y, a la vez, se dedica a darles cuartel a otros que, a su juicio, no lo merecen tanto.
A Aznar le dice que no moleste. Admite estar en política gracia a él, pero le pide respeto al quirófano. Alguien utilizó la metáfora del paciente en estado crítico que era España cuando Rajoy iba camino de la mayoría absoluta, y ahora el Gobierno prefiere hacer creer que sigue operando. Es la baza de la solvencia frente al arribismo de otros, la realidad contra la idealización demagógica. De hecho, Montoro piensa que los españoles votarán con la mente puesta en el bolsillo, algo que resulta arriesgado imaginar en un país que, por regla general, se deja seducir por cualquier canto de sirenas.
Los populares han iniciado un proceso de descomposición que recuerda las viejas batallas tories del Reino Unido de los años ochenta. Montoro desprecia las lecciones interesadas de Aznar y descodifica la famosa tarjeta black de Rodrigo Rato. En esta ocasión, rompiendo con la norma, ha decidido airear el disgusto que a quienes operan les producen los que irrumpen en el quirófano hablando del tipo de cuidados que necesita el paciente. Como en las partidas de naipes piensa, los que miran, callan y dan tabaco.
