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Pilar Garcés

El desliz

Pilar Garcés

La vida sin Wallander

Sí, tendré que aprender a vivir sin el inspector Kurt Wallander. El taciturno, desordenado, honesto y tenaz policía con una vida personal desastrosa y una sentido de la ética social a prueba de bombas no regresará nunca porque su autor Henning Mankell murió el lunes a los 67 años de un cáncer. Qué rabia, a su mente maravillosa le quedarían un par de buenas décadas creativas, pero la enfermedad que conjuró con literatura no le ha dejado seguir adelante. Ya sé que el propio Mankell liquidó a mi héroe Wallander en 2009, cuando en El hombre inquieto le redactó un diagnóstico de Alzheimer para que sus últimos años les pertenecieran solo a él y a su hija Linda, y no también a nosotros sus lectores, horrible crueldad que lloré a mares. Pero una cree en los milagros y ama los finales felices. Así que esperaba que en cualquier momento el autor sueco que elevó la novela negra a la categoría de arte reconsideraría su tajante decisión, metería al inspector en el programa experimental de algún Nobel de Medicina y le curaría los recuerdos como le controló la diabetes, para devolvérnoslo en un par de buenos casos más. En el último lustro, varias veces saltó la noticia de que se publicaba un Wallander antiguo hallado en un cajón, mas fue un falso rumor por el síndrome de Stieg Larsson, el autor que nos dejó huérfanos de nacimiento. Cuando hace unas semanas se anunció la edición en España de Arenas movedizas, el volumen en el que Mankell exorcizaba los demonios de la dolencia que le devoraba supe que el "inmenso silencio" que el escritor imaginó para su personaje fundamental le iba a alcanzar a él sin remedio.

Somos legión los fans de Henning Mankell. Es uno de los pocos autores de los que he hecho proselitismo activo, junto con Fred Vargas, la madre del atípico y genial comisario Adamsberg. Uno de mis sueños por cumplir consiste en viajar por las geografías domésticas que describe, parándome en el apartamento del solitario inspector en la calle Mariagatan, en la casa de su padre que pintaba recurrentemente un paisaje con urogallo en Löderup, las escenas de los crímenes que investigó, desde la pequeña ciudad de Ystad hacia todas las direcciones de los once libros en los que describió como nadie las fortalezas y miserias de una sociedad opulenta y avanzada, cultivada pero decadente en lo moral, que no siempre muestra respeto por la vida y la justicia. La corrupción, el tráfico de personas, el racismo, las sectas, el fascismo oculto fueron sus temas. No será lo mismo ahora, pues aspiraba a tropezarme al doblar una esquina helada con un Mankell tomando notas para algún libro, o de paseo sin más. Qué tipo extraordinario. Proporcionó felicidad y alimento para el espíritu a millones de personas con sus libros y su trabajo de director del teatro Nacional de Maputo, pues residía con su esposa en Mozambique la mitad del año y conocía muy bien las amenazas que se ciernen sobre África, pero además nunca se apoltronó, sino que se implicó directamente en las luchas ecologistas y por los derechos humanos; fue uno de los intelectuales que se sumó a la flotilla para denunciar el bloqueo de Gaza por parte de Israel poco antes de enfermar.

No habrá más Wallander, ni su hija Linda cogerá el relevo, ni tampoco la jueza Birgitta Roslin o un nuevo personaje con el carisma heredado de Mankell. Otros vendrán. Nos sumergiremos en Jo Nesbo, Camilla Läckberg o Arnaldur Indridason para buscar el frío reconfortante, y volveremos a leer de un tirón, quitando horas al sueño. Pero no será lo mismo. Deberemos conjurar al olvido a que fue sentenciado el inspector Wallander para disponer al menos del consuelo de la relectura.

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