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Antonio Papell

El crepúsculo de las ideologías

Carles Castro es un periodista de la prensa catalana especializado en análisis electorales, y el pasado lunes publicaba un informe titulado así: "La metamorfosis. El mapa electoral catalán va camino de sustituir las tradicionales líneas divisorias ideológicas por las fronteras identitarias". Inevitablemente, se nos vino a muchos a la mente aquella tecnocracia franquista que se cobijaba bajo el paraguas de la despolitización, teoría reaccionaria y antidemocrática que hizo cumbre en un famoso libro de 1965 de Gonzalo Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías. En él, el autor, que fue ministro de Obras Públicas al final de la era franquista, seguía el precedente del norteamericano Daniel Bell y su The End of Ideology (1960) y defendía la tesis de que las ideologías políticas periclitaban "las viejas ideologías han perdido su verdad y su poder de persuasión", sobrepasadas por el tecnócrata, el político-ingeniero que aplica de forma unívoca la ciencia para resolver los conflictos. Del mismo modo, el tratamiento científico de la conducta humana suplantaría la idea misma de libertad. En definitiva, una aberración sobre la que se asentó la tecnocracia, representada en la dictadura por los equipos del Opus Dei, convencidos de que la profesionalización del gobierno llegaron a proponer varios planes de desarrollo no requería pluralismo ni libertades.

Pues bien: ahora, mucho tiempo después de haber descubierto la democracia plena, la grandeza del pluralismo, el gozo del derecho a decidir nuestro destino, regresamos de algún modo a aquellas tinieblas de la interminable dictadura. Por un cúmulo de razones oscuras, lo importante en determinados reductos de este país no es ni la libertad, ni la democracia, ni la posibilidad de autodeterminarnos y optar por un camino u otro, sino el sentimiento de pertenencia, la adscripción a determinada tribu, los rasgos culturales primarios y predemocráticos.

La regresión es patente, inconcebible. En la Cataluña actual ha dejado de ser relevante el viejo dilema entre progresistas y conservadores, entre liberales y socialistas, entre quienes creen que el Estado debe reducirse a la mínima expresión y aquellos otros que piensan que ha de garantizar la equidad y la igualdad de oportunidades. Lo único importante es el cultivo del pequeño huerto cultural que, en plena globalización, provee a los rústicos de las hortalizas identitarias. Ni siquiera son relevantes las demás adscripciones, las otras pertenencias: el objetivo mínimo de la separación justifica prescindir de la identidad europea, que nos ha proporcionado el entronque pleno con los antecedentes de la historia mutilada de este país; renunciar a formar parte de las instituciones supranacionales que nos blindan frente a derivas como las que por dos veces en el siglo XX llevaron a Occidente al caos y a la muerte; frustrar el crecimiento y el porvenir de un país seductor, España, que parecía haber hallado al fin su destino después de siglos de desatinos, guerras civiles y penalidades sin cuento.

Las ideas no cuentan. Quienes hasta ayer defendieron un determinado modelo de sociedad y de Estado confraternizan con quienes niegan radicalmente los valores occidentales y abogan por una especie de dictadura del proletariado, en un confín aislado del mundo. Quienes han representado a la burguesía y defendido sus privilegios se mezclan con los que han defendido legítimamente la extensión de las clases medias y una redistribución socioeconómica equilibradora. La derecha y la izquierda han periclitado ante el altar idólatra del sentimiento identitario, una extraña mezcla de territorialidad, raza, cultura, temor y detestación. Las ideologías han muerto; sólo ha sobrevivido la mitología.

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