Hace unos días hemos conocido el caso de Andrea, una niña de doce años para la que sus padres reclaman una muerte digna. Andrea padece una enfermedad neurodegenerativa irreversible. El servicio de Pediatría del Hospital Clínico de Santiago se niega a retirarle los soportes que la mantienen artificialmente con vida. El Comité de Bioética considera que debe atenderse la petición de los padres.

Una discrepancia no deseada: entre el equipo médico con sus propios valores y la voluntad del paciente (o sus representantes legales) sobre cómo actuar sobre el final de la vida de las personas. Ahora está en manos de un juez. ¿Dónde quedan los derechos y las garantías de las personas en el proceso de morir? En nuestra sociedad debemos garantizarlos. Desde el concepto de la dignidad y de la autonomía de la persona; desde la información y la confianza; desde la propia persona y su toma de decisiones.

En nuestro país, la normativa vigente permite que el paciente puede rechazar un tratamiento aunque ello ponga en riesgo su vida. Lo dice la ley 41/2002 de autonomía del paciente. En nuestra comunidad autónoma, procediendo al desarrollo legislativo del artículo 25 de nuestro Estatut de autonomía de 2007, se reguló y aprobó una ley, la 4/2015, de derechos y garantías de la persona en el proceso de morir. Fue el día 23 de marzo de 2015, con el apoyo de todos los diputados y diputadas.

Nuestra ley autonómica garantiza una adecuada atención en el proceso de morir, estableciendo los derechos que asisten a las personas en esta situación, sino que también determina los deberes del personal sanitario que los atiende y atribuye un conjunto de obligaciones a las instituciones sanitarias, públicas o privadas, con la finalidad de garantizar los derechos de los pacientes. Especial atención merecieron los deberes de los profesionales respecto a la adecuación de las medidas terapéuticas, evitar la obstinación terapéutica o determinar el procedimiento de retirada o la no instauración de un tratamiento, de forma consensuada entre el equipo asistencial.

También se recoge que, tras un proceso de información y decisión, toda persona tiene derecho a rechazar la intervención propuesta por los profesionales sanitarios, aunque ello pueda poner en peligro su vida. Igualmente toda persona tiene derecho a revocar el consentimiento informado respecto una intervención o tratamiento concreto.

De la misma manera todos los profesionales sanitarios tienen la obligación de respetar los valores, las creencias y las preferencias en la toma de decisiones clínicas por parte del paciente o de sus representantes legales. Los padres de Andrea sólo piden que se deje la evolución de su hija al curso de la naturaleza y que se evite su sufrimiento, si es preciso, mediante sedación terminal. No piden ninguna intervención directa para provocarle la muerte, que sería eutanasia, ni medida que sea ilegal. Dejemos que Andrea pueda morir desde el principio de preservar su dignidad personal, respetar su libre autonomía y garantizar el pleno ejercicio de sus derechos.

Este nuevo caso, recurrente en España, también plantea la necesidad y conveniencia de abrir el debate social sobre la regulación de la eutanasia. Otros países de nuestro entorno ya lo han hecho. El dramático caso de Andrea y de sus padres, merecen que abramos un camino alternativo que evite el sufrimiento innecesario de otras familias. Es mi opinión.

* Vicepresidente primero del Parlament balear