Diario de Mallorca

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Vaya por delante, como agnóstico que soy, mi respeto hacia todos los credos religiosos con la excepción de los que maltratan a las mujeres, acosan a los infieles y destrozan las obras históricas en nombre de no sé qué dios huraño. El respeto se traslada, por lo que hace a la Iglesia católica, hasta la admiración: ahí es nada mantener una jerarquía de poder divino y terreno que dura ya más de diecinueve siglos. Verdad es que a lo largo de la Historia incluso ese credo sustentado en el mensaje de esperanza de aquél a quien conocemos como Jesucristo ha pasado por momentos terribles como los que el Santo Oficio impuso con la hoguera como instrumento de fe. Pero esos episodios no pueden hacernos olvidar que a esa misma iglesia perteneció unos de los poetas más insignes de la lengua castellana, elevado a la categoría de santo. O que la caridad cristiana llevó a alardes de he-roísmo, como los de la madre Teresa, en favor de los que más sufren.

Se diría en realidad que las iglesias, todas las iglesias del Libro al menos, tienen dos caras. La de la jerarquía oficial que abunda en lujos, desmesura y a menudo barbarie frente a la que podríamos llamar propia del creyente que no tiene otro beneficio que el de su propia fe. En tiempos, cuando estudiaba yo en las aulas, algunos de los sociólogos y los historiadores de la religión atribuían a la diáspora judía esa diferencia entre la moral propia de los sacerdotes en el exilio y la de los campesinos que se quedaron en tierras de Oriente. Pero con los siglos que han transcurrido desde entonces y las vueltas que dan con el tiempo los dogmas cabía confiar en que habría terminado por imponerse un mensaje algo más claro.

No es así. La Iglesia católica depende del aparato cardenalicio incluso más aún que del obispo de Roma que lleva el nombre de Papa. El último de éstos, Francisco, ha acercado más la jerarquía de la Iglesia al pueblo creyente que cualquier otro desde que, desaparecido Juan XXIIII, fuera diluyéndose el mensaje del concilio Vaticano II. Hablo sin autoridad alguna, por supuesto; como simple observador desde fuera de lo que es el credo religioso más importante en España. Pues bien, nada más volver Francisco por los fueros del acercamiento a las ovejas perdidas de las que habla la Biblia aparece la noticia de que diez cardenales con Rouco, cómo no, entre ellos acaban de publicar un manifiesto contrario a la doctrina que intenta imponer el nuevo Papa.

La excusa formal del enfrentamiento se aferra a la interpretación ortodoxa de la familia, léase del matrimonio, y al escándalo que muestran los cardenales más rancios ante la idea de terminar con la excomunión automática de los divorciados. Ni que decir tiene que la anulación con mucho dinero por medio y no menos artificiosos infumables del matrimonio canónico les resultaba cómoda y rentable a Rouco y sus compadres. Pero cabe preguntarse si tanta ortodoxia cuadra con la idea de lo que significa, en la Iglesia católica, la figura del Papa.

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