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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

De la presunción de la ceguera

Una de las virtudes de las elecciones catalanas ha sido, al producirse la interpretación de las mismas, poner de manifiesto la realidad de un país en el que la pasión hace tiempo que ha oscurecido a la razón. Goya tituló una de sus obras más clarividentes El sueño de la razón produce monstruos. Una interpretación canónica de la frase estipula que es el exceso de la razón, una hiperplasia de la misma, la generadora de la desgracia. Pero existe otra, más reciente, más coherente desde el punto de vista filológico, que advierte de que el sueño de la razón significa simplemente un estado en el que la razón duerme y que quien está al volante de la dinámica humana es la pasión, la desmesura, la hybris. Una expresión de la misma, degenerada, patética en el infantilismo de su versión nacionalista pudimos contemplarla en la tragicomedia de Bosch y Fernández en el balcón del ayuntamiento de Barcelona el pasado 24 de setiembre. El nacionalista Alfred Bosch desplegando una bandera independentista que genera la respuesta inmediata del concejal Fernández Díaz, hermano del ministro del Opus que condecora a la Virgen Santísima de los Dolores, pugnando a su vez con el primer teniente de alcalde del ayuntamiento, de Barcelona en Comú, Pisarello, para contrarrestar la acción sectaria con la bandera constitucional. Lo relevante, sin embargo, no es la pugna por la presencia de símbolos contrapuestos, es el disimulo con el que Pisarello trata de impedir el despliegue de la bandera española: la sujeta con una mano mientras aparenta con la disposición de su cuerpo seguir con toda normalidad la celebración institucional de la patrona de la ciudad. Frente al activismo primario de los nacionalismos, la hipocresía y la falsedad de un nuevo Bertrand du Guesclin.

Mientras los que decían que las elecciones no eran plebiscitarias dicen ahora que el independentismo ha sido derrotado porque el número de votos de los partidos que no se reclamaban a favor de la independencia ha vencido por cuatro puntos a los independentistas, éstos, que decían que eran plebiscitarias, argumentan que el número de escaños autonómicos de Junts pel sí y la CUP por mayoría absoluta significan la victoria del independentismo y el mantenimiento de la hoja de ruta para la declaración unilateral de la independencia. Un mismo hecho interpretado de forma radicalmente diferente por cada una de las partes en liza. Los independistas afirman que entre los votantes de Catalunya sí que es pot, una denominación imposible, y los de UDC, hay muchos independentistas, para poder seguir legitimando la huida hacia delante del nacionalismo. Lo cual es contrarrestado inmediatamente por los unionistas argumentando que entre los votantes del independentismo figuran muchos unionistas despechados por la corrupción y la política económica del PSOE y el PP que han votado para hacer saltar la banca de la casta política. Cualquier cosa menos aceptar que la política de unos y otros ha derivado en una convocatoria electoral confusa y en una Cataluña dividida en una situación postelectoral de la que no se sabe cómo se puede salir y en la que la rauxa en la que se ha introducido a sectores de la burguesía y la pequeña burguesía catalana depende en su materialización de una fuerza antisistema como la CUP, partidaria de salir de la UE y del euro (la garantía de la continuidad de su pertenencia para CDC y ERC) que, al menos, ha tenido la decencia moral de, a la vista del resultado, proclamar que no se puede declarar la independencia.

Curiosamente, a quienes reprochan inmovilismo a Rajoy, el PSOE entre otros, aunque en distinto sentido, se les ha sumado Aznar. Nunca sabremos qué hubiera pasado con acciones más contundentes contra el secesionismo que las decididas por Rajoy de acudir a los tribunales. Es lícito pensar que podríamos estar en una situación peor. Y no caben equidistancias. Se podrá estar de acuerdo o no con Rajoy. Por supuesto en contra de sus mentiras, sus engaños, la corrupción de su partido, su forma de atajar la crisis primando los recortes en servicios básicos como la educación o la sanidad y haciendo recaer prioritariamente la devaluación interior sobre los más desfavorecidos en vez de afrontar en primer lugar la reforma del Estado y la Constitución suprimiendo el inútil Senado o las absurdas diputaciones y tantas otras instituciones colonizadas por el clientelismo de una clase política parasitaria. Pero Rajoy en el tema catalán ha actuado (incluyendo la querella por la consulta por la que ha sido imputado Mas, decisión del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que se atribuye contra toda evidencia a Rajoy) desde la ley mientras los independentistas han situado en el frontispicio de su actuación la rebelión contra la ley. Ya sé que a ningún independentista se le puede convencer de que no existe el atolondrado derecho a decidir, pero hay que repetir, para tranquilidad de quienes aspiran a una sociedad equiparable con el resto de las sociedades libres, que votar no es sinónimo de democracia, lo es cuando se inserta en los procedimientos fijados por las leyes que responden a la voluntad inaugural de vivir en comunidad (la Constitución). Puede que sea necesario, para eliminar los agravios (justificados o no) que siente una parte importante de la sociedad catalana, una consulta sobre su futuro en relación al resto de España. Pero para ello será necesario el acuerdo de todos los españoles a través de una reforma constitucional que la permita. Esto es la ley. Fuera de la ley no hay democracia.

Soy consciente de la dificultad de huir de los símbolos que encuadran a los hombres y a sus pasiones que se refleja en los periódicos y las voces que afirman con toda rotundidad una cosa y la contraria. La dificultad es inmensa porque algunos pretendemos no caer en el bucle simbólico y al mismo tiempo no tenemos a nuestro alcance para contrarrestarla sino palabras, otros símbolos, de significados múltiples, para los que no existen inequívocos hermeneutas. Una voz, aunque unionista, me ha parecido iluminadora, la del escritor Eduardo Mendoza, en las páginas de El País del miércoles: "Para bien o para mal, soy un hombre descreído. Quiero creer que tengo principios, pero no creo en ninguna religión ni en ninguna patria? Voté en contra no por patriotismo ni por arrebatos lacrimógenos. Voté en contra porque considero que la independencia no sería cosa buena para los catalanes? La independencia daría lugar a un estado o algo similar con malformaciones de origen? Un conflicto aglutina opiniones, borra diferencias, distrae de los problemas prácticos reales y permite al dirigente de turno mostrar firmeza ante el enemigo exterior que compensa su debilidad a la hora de sancionar las irregularidades que existen en su propia casa? Al poder le interesa que los conflictos se perpetúen, porque si se resolvieran se tendría que poner a trabajar en serio. El meollo del conflicto no es nunca un factor económico ni político ni jurídico, ni siquiera el elemento emocional. El meollo del conflicto es el conflicto". Sabias palabras.

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