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Jose Jaume

Período final

Hemos entrado en el período final. Desde el domingo España vive en llamativa interinidad política; también constitucional, aunque empecinadamente no se quiera admitir. En enero, elegido el presidente que haya obtenido el respaldo mayoritario del Congreso de los Diputados, se abrirá el proceso constituyente que se reclama con urgencia. No es fácil toparse con otro capítulo de nuestra poco agraciada historia contemporánea en el que se hayan acumulado tantos despropósitos como los que tendrán que arrumbarse después de las elecciones generales de diciembre. No es solo que Cataluña no quepa en la España constitucional, sino que es la propia España la que no cabe en sí misma: se le están saltando una tras otra las costuras del tejido institucional. Todos, salvo Rajoy y los que le acompañan en su petrificado partido, entienden que hay que entrar decididamente en un tiempo nuevo. Se discutirá si se ha de reformar la Constitución o abrir un proceso constituyente. Nada que no se viera cuatro décadas atrás, en el debate entre reforma y ruptura. Se impuso una suerte de reforma rupturista o ruptura reformista. Ahora estamos en las mismas, pero el debate semántico no esconde la realidad: en 2016 nos adentraremos en el citado proceso constituyente para intentar acomodarnos a la nueva realidad española, en todo diferente a la existente cuando se alumbró el régimen del 78.

Lo que tiene difícil comprensión es la resistencia no se sabe si numantina o simplemente producto de la desidia e ignorancia del presidente del Gobierno a aceptar lo inevitable. Mariano Rajoy ha consumido sus cuatro años de mandato sin ser capaz de asumir que o bien encabezaba los inevitables cambios o los ejecutarían otros, que es lo que sucederá. La pésima noticia para el partido que ha aglutinado como nunca antes a las diversas derechas es que la cerrazón del presidente está a punto de llevárselo por delante. El PP saldrá de las urnas de diciembre tan debilitado que es muy posible que no pueda evitar la implosión. El precedente de Cataluña, donde ha sido triturado por Ciudadanos, no necesariamente ha de ocurrir en las elecciones generales, pero va adquiriendo consistencia la eventualidad de que el partido de Rivera consiga que la opa que con acierto está llevando a cabo sobre el electorado del PP acabe por desvencijar al viejo partido fundado por Manuel Fraga y remedado por José María Aznar, quien públicamente ha abominado de la figura y gestión de quien nombró sucesor sin atender a los procedimientos democráticos propios de los partidos europeos, tanto los de la derecha como los que, demasiadas veces sedicentemente, se reclaman de la izquierda.

Si las elecciones catalanas marcan el inicio del período final, la decisión tomada por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de llamar a declarar a Artur Mas como imputado a instancias de la Fiscalía o, lo que en este caso es lo mismo, del Gobierno, exhibe la manifiesta incapacidad de hacer lo que en esta hora se demanda con premura: política. Parece evidente que Rajoy no sabe, no puede y, resultado de tanta incapacidad, tampoco quiere. ¿A quién se le pasa por la cabeza la desquiciada idea de remitir a los tribunales al presidente de la Generalitat? Al Gobierno del presidente Rajoy, por supuesto, que, aguijoneado por incendiarias tertulias televisivas y no menos incendiarios medios escritos, aquejado de su tradicional indolencia letal, quiere que sean los tribunales los que resuelvan lo que es incapaz de afrontar. Lo ha hecho con la reforma de la ley del Tribunal Constitucional (TC), con la que endosa al tribunal de garantías, que acumula un desprestigio considerable, producto de una politización fuera de toda medida (solo a este Gobierno se le podía ocurrir situar en la presidencia del TC a un militante de su partido), la imposible papeleta de proceder a la neutralización de quienes están al frente del proceso secesionista catalán. Es reincidente en el error, puesto que previamente ordenó a la Fiscalía que se querellara contra Artur Mas, lo que llevó a la dimisión de Eduardo Torres Dulce, el anterior fiscal general del Estado. El "simulacro", con el que despectivamente tanto Rajoy como los dirigentes del PP tildaron el referéndum acaba en los tribunales. A un acto político se le responde con una querella. Y es que Mariano Rajoy, enfáticamente, con una retórica decimonónica desfasada y hasta cursilona, salmodia que aplicará la ley, que mientras él sea presidente no permitirá que se vulnere la legalidad. ¿Tan imposible es que el presidente del Gobierno y del PP se dé cuenta de que o hace política o la quiebra del sistema será de tal envergadura que su recomposición requerirá de un esfuerzo colosal? El domingo Artur Mas quedó liquidado. La decisión inevitable del magistrado instructor, al no haber retirado el fiscal la querella, lo ha resucitado. Ya tenemos otro "president mártir" setenta y cinco años después del fusilamiento de Lluís Companys. Será una coincidencia, pero no se puede negar que la inteligencia no es la característica que demanda la situación. Lo corrobora el ministro de Justicia, un cada vez más inquietante Rafael Catalá, que parece ser quien decide cuándo corresponde llamar a declarar a Artur Mas.

Antes de que concluya octubre, Rajoy convocará las elecciones procediendo a la disolución de las Cortes. Inmediatamente después se celebrará la sesión constitutiva del nuevo Parlamento de Cataluña. El presidente asistirá impávido a las primeras decisiones que tomará la mayoría secesionista que domina la cámara legislativa catalana. No nos engañemos: los independentistas disponen de la mayoría absoluta, aunque hayan fracasado en su proyecto plebiscitario. ¿Intentará que el Tribunal Constitucional intervenga si el Parlamento catalán hace una declaración formal de soberanía? Vamos a incendiar la campaña electoral. Algún estratega del PP, acompañado de otros desnortados, tal vez esté convencido de que enarbolar la aguerrida defensa de la unidad de España es lo que posibilitará a al presidente Mariano Rajoy no naufragar en las urnas. Anticipo un pronóstico: no funcionará. Los españoles están en otra cosa.

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