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Antonio Papell

El 'proceso' entra en la vía judicial

La citación a declarar remitida por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña al presidente en funciones de la Generalitat, Artur Mas, a la exvicepresidenta Joana Ortega y a la todavía consejera de Enseñanza Irene Rigau es el paso siguiente a la decisión del referido tribunal de admitir a trámite el pasado 21 de diciembre una querella del ministerio fiscal y otras de distintos denunciantes del simulacro de referéndum del 9 de noviembre pasado.

Como se recordará, tras la suspensión por el Tribunal Constitucional (TC) de la ley catalana de consultas y del decreto de convocatoria del un referéndum previsto para el 9 de noviembre, Artur Mas decidió realizar ese mismo día un "proceso participativo" con urnas, evidentemente sin validez jurídica pero con indudable carga política. El Gobierno volvió a recurrir y el TC suspendió automáticamente el simulacro al admitir el recurso gubernamental. El "proceso participativo" se celebró, de forma que supimos todos que el independentismo tiene aproximadamente 1,8 millones de adeptos en Cataluña (el censo supera los 5,5 millones). Y como parece natural, la fiscalía recurrió el simulacro, no sin amagar con un plante los fiscales catalanes, que pensaban que no había delito en aquella actuación.

La democracia es un método de resolución de conflictos políticos, por lo que ella sola debería bastarse para resolver contenciosos de esta índole. Pero en este caso, es evidente que Artur Mas y sus seguidores, empeñados en conseguir la independencia por cualquier medio y a toda prisa quién sabe si para evitar malos mayores en la lenta pero inexorable investigación sobre la corrupción en Cataluña, que ha señalado a la cúpula convergente y a la propia familia del patriarca Pujol, han emprendido un camino atropellado que conscientemente bordea los cauces constitucionales, los desborda, los elude. Y en estas circunstancias, el Gobierno del Estado no tiene más remedio que recurrir a los propios mecanismos de la carta magna para mantener incólume el principio de legalidad. Ningún Estado democrático de nuestro entorno asistiría pasivamente a la secesión de un territorio al margen de la legalidad constitucionalmente establecida.

Todo en democracia es relativo menos el imperio de la ley. Quien quiera cambiar las cosas, promover reformas, incluso modificar las lindes territoriales deberá atenerse a los procedimientos tasados. El camino de la independencia de Cataluña debería, en definitiva, empezar por la reforma constitucional, sin la cual aquel designio no es posible. La fórmula es ardua, pero no hay otra, ni en España, ni en los Estados Unidos ni en Alemania? El Reino Unido, singular en todo y carente de una Constitución escrita, negoció un referéndum en Escocia, y Canadá hizo lo propio en Québec? hasta la promulgación en este país de la ley de claridad que pone límites a la pretensión rupturista de Québec. En la Europa de nuestro entorno, no es concebible que un sector político pretenda una secesión sin atenerse a las leyes fundamentales. Y si alguien ensaya esa senda, no hay más remedio que poner en tensión los frenos jurisdiccionales para impedir el exceso.

El nacionalismo catalán es obstinado pero no tiene la razón política ni jurídica. Y desde el 27S sabemos indirectamente que tampoco tiene la mayoría. Esta última evidencia matemática elimina cualquier posibilidad de que la comunidad internacional vea con simpatía el ensayo: no es concebible que, además de pretender ir campo a través, Artur Mas quiera imponer la independencia cuando son más sus ciudadanos que no la quieren. De ahí que hayan debido intervenir los tribunales, más como aviso de lo que puede ocurrir que como sanción a los escarceos que ya se han producido, y que, en efecto, no parecen encerrar demasiada materia penal.

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