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Antonio Papell

Recuperar la Transición

La Transición española fue un movimiento de razón y de voluntad presidido por dos ideas fuerza: de un lado, la necesidad de canalizar una voluntad muy extendida de convivencia democrática, homologable con nuestros paradigmas europeos, después de una larga noche autoritaria; de otro lado, la conciencia de que, después de la traumática guerra civil y su interminable epílogo dictatorial, había que emprender una aventura inclusiva de construcción de un Estado capaz de abarcar toda la pluralidad presente en la España de la época para construir entre todos un régimen acogedor.

El éxito de aquel empeño puede medirse objetivamente: a finales de los años 80 del pasado siglo, España pasaba de ser país receptor de cooperación internacional subdesarrollado a país donante. Y hoy España es la cuarta potencia de la Unión Europea y está entre los doce países más ricos del mundo. Durante 37 años, esta poderosa nación ha progresado, ha superado con suficiente éxito las crisis económicas, ha vencido al terrorismo de ETA, ha adquirido una presencia notable en la comunidad internacional, ha pasado a ser un actor de importancia en Europa y, pese a las dificultades evidentes que nos aquejan, tiene un futuro esperanzador e ilusionante.

Como es hasta cierto punto natural, aquel pacto fundacional de 1978 manifiesta algunos signos inquietantes de obsolescencia. El más grave de todos afecta al sistema de organización territorial y ha desembocado en el conflicto catalán, que hoy transita por un hito inquietante. A muchos nos parece evidente que estamos siendo sobre todo víctimas de un fundamentalismo nacionalista injustificado, pero sería muy difícil negar que se han cometido errores en Cataluña y que existe en la sociedad catalana, independientemente del movimiento secesionista, un sentimiento de irritación por lo que muchos consideran agravios infligidos por el Estado español. En cualquier caso, esta percepción, equivocada o no, ya es motivo bastante para que los representantes del Estado se apresten a dialogar lo que haga falta para aclarar el contencioso y resolver el diferendo.

Para ello, es preciso que las partes manifiesten y exhiban una disposición semejante a la que propició la Transición. Es necesario que el Estado y el interlocutor catalán lleguen a la convicción de que es preciso hallar un punto de convergencia que garantice el acomodo plácido de ambas partes en un sistema eficiente y justo. Y es preciso que los representantes de ambas instancias se convenzan de que no tienen derecho a arrojar por la borda el patrimonio común, que ha de legarse íntegro a las siguientes generaciones. Es necesario, en definitiva, reclamar a los actores actuales la misma magnanimidad que derrocharon los de 1978. La misma disposición de ánimo, el mismo patriotismo.

Los resultados de las elecciones de hoy serán, qué duda cabe, trascendentes, pero en modo alguno podrán convalidar la violación de la legalidad vigente. Por lo que el único camino abierto ante nosotros, sean cuales los resultados, será el mencionado de la negociación y el pacto. Conocido dónde está cada cual, no queda más remedio que avanzar por ese rumbo hacia un nuevo reencuentro, hacia una segunda transición, capaz de embarcarnos en una nueva aventura vital. Y ello ha de hacerse sin más demora, sin esperar a las elecciones generales porque los actores ya están designados: las fuerzas estatales deben aproximarse a las catalanas en un gran conciliábulo para encontrar el destino común de la próxima singladura.

Como han dicho F. De Carreras y J. L. García Delgado en memorable artículo reciente, "la nueva etapa de la vida española debe estar presidida por un espíritu reformista, que recupere el ímpetu intelectual y el coraje civil, político y moral, de los mejores pasajes de la Transición". Dicho queda.

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