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Jose Jaume

Rajoy, ese hombre

Cuando el 20 de noviembre de 2011 el PP ganó las elecciones generales muchos pensamos que se iniciaba un largo período de hegemonía de las derechas españolas. El partido socialista estaba destrozado, víctima de la crisis y de la lamentable gestión económica del Gobierno de Zapatero, incluida la rendición incondicional ante Bruselas y Berlín. El acta de capitulación se firmó al procederse a la modificación del artículo 135 de la Constitución. La estabilidad presupuestaria, dogma de la ortodoxia liberal, por encima de todo. La derecha rubricó complacida el cambio: se le entregaba el poder sin lucha. El PSOE aceptaba suicidarse. No había otra perspectiva más que la de sucesivos gobiernos de la derecha, hegemonía para al menos tres legislaturas acompañadas, como remate, de un incontestado predominio en capitales y comunidades autónomas. Solo País Vasco y Cataluña quedaban fuera del control del PP. Allí gobernaban a las derechas nacionalistas. Nada que no se pudiera sobrellevar.

Mariano Rajoy, por fin en la Moncloa, pronto, muy pronto, evidenció que no era el gobernante que el momento requería. Sin explicaciones, sin aceptar debates abiertos, con un notorio desprecio hacia los usos democráticos, se limitó a implementar el mandato de Bruselas. Del programa electoral no quedó nada. El PP seguía disponiendo de la red de seguridad que suponía la práctica desaparición del PSOE, pero empezaba a insinuarse que tal vez el proyecto de predominio derechista no sería el previsto. El primer gran chasco llega en 2012: el PP se estrella en el profundo y decisivo sur de España. En Andalucía, un estupefacto Rajoy contempló el último descalabro de Javier Arenas Bocanegra. Desmintiendo a todas las encuestas el PSOE resistió. También conservó Asturias. Lo que ha acaecido desde entonces ha sido una constante y progresivamente acelerada erosión del partido de las derechas hispanas. Después llegaron las elecciones europeas, con la definitiva eclosión de Podemos y Ciudadanos, y el desastre de las municipales y autonómicas. En mayo, el PP no solo ha perdido las principales ciudades y casi todo el poder autonómico, sino lo que es más importante: ha dejado al descubierto la vulnerabilidad que le mortifica.

Es ahora cuando Mariano Rajoy pone en evidencia su incapacidad; cuando se constata que el presidente del Gobierno no es el estadista requerido. Ni tan siquiera llega a ser un aseado presidente al modo de Leopoldo Calvo Sotelo. Carece del arrojo e intuición de Adolfo Suárez; no posee la teatral contundencia de José María Aznar; tampoco cabe en su estructura mental la ensoñación de José Luis Rodríguez Zapatero. Rajoy es el reverso del notable y reconocido estadista que fue el mejor Felipe González. Las numerosas y lamentables carencias del presidente del Gobierno están conformando la onerosa factura que se va a tener que abonar después de las elecciones generales. La campaña de las catalanas ha servido para convencer a los que todavía conservaban un ápice de esperanza de que con Mariano Rajoy no hay forma de hacer nada solvente. Estamos ante un hombre, un registrador de la propiedad en excedencia, que lleva décadas acomodado en cargos oficiales. Desde sus tiempos de presidente de la Diputación de Pontevedra ha ocupado cargos y más cargos. Ha sido ministro innumerables veces: ¿quién es capaz de recordar una sola de sus iniciativas? Es imposible porque no las hay que hayan merecido un mínimo de atención. Rajoy es el perfecto administrativo. El obediente subalterno que nunca cuestiona las decisiones de su inmediato superior. Las ejecuta lo mejor que puede sin cargo de conciencia. El inmenso error de José María Aznar, el más letal, fue sin duda haber designado a Mariano Rajoy Brey su sucesor. Una vez aupado a la presidencia del PP y después de dos intentos fallidos a la del Gobierno la fenomenal pifia ha quedado al descubierto: la derecha se halla desecha; la cohesión institucional, política y social de España profundamente tocada. No parece que haya ninguna posibilidad de intentar un cambio hasta que Rajoy no constate que tras las elecciones generales de diciembre no podrá seguir siendo presidente del Gobierno.

Antes, el domingo, asistiremos al primero de los desenlaces del despropósito catalán, en el que uno de los fundamentales protagonistas ha sido y sigue siendo Rajoy, incapaz de darse cuenta de la responsabilidad que le atañe en la putrefacción de una situación que nunca se les habría ido de las manos a Suárez o González. El primero fue capaz de restaurar la Generalitat injertando un retazo de legalidad republicana en la reforma de las leyes franquistas. El segundo entendió en todo momento que la seducción de Cataluña era esencial. Supo hacerlo.

El proyecto que ambicionaron las derechas en 2011 se ha frustrado. Echemos mano del tópico: nada volverá a ser igual después de diciembre. El PP, por la decisiva actuación de quien lo ha dirigido y dirige, corre el riesgo cierto de desgarrarse como en su día lo hizo UCD. Un reconocido dirigente de la derecha mallorquina me confesó que en Madrid la posibilidad de que su partido, el PP, implosionara era una eventualidad que se contempla con creciente aprehensión. Añadió apesadumbrado que con Rajoy se iba al despeñadero, reconociendo la impotencia de hacer algo a menos de tres meses de las elecciones generales. El presidente del Gobierno y del PP, concluida la legislatura, ha demostrado que nunca debió ser el escogido. No podía serlo, porque para gobernar azotado por una colosal galerna se requiere lo que Rajoy nunca ha tenido: empatía. Las demás cualidades que deben acompañar al estadista tampoco han adornado al presidente. ¿Cómo es posible que ante el deterioro generalizado nadie en el PP haya sido capaz de forzar el volantazo? En las antípodas, el partido conservador de Australia ha prescindido sin reparos de su líder y primer ministro. Había llegado el momento y lo ha hecho. En España, el PP ha optado por emular al PSOE: se ha suicidado. Hay una diferencia no poco trascendente: no se le ha demandado.

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