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Antonio Papell

El coste de la independencia

Es una obviedad que la hipotética independencia de Cataluña, si se produjera, tendría consecuencias en todos los terrenos, también el económico y financiero. Ello ocurriría en todos los casos, pero aún más en el supuesto que nos ocupa porque la ruptura, tal como ha sido planteada por los independentistas con Artur Mas al frente, no sería la consecuencia pacífica de un proceso político constitucional sino el resultado de una vulneración consciente y traumática del Estado de Derecho, tras el fraude de ley de considerar que unas elecciones regionales tienen valor plebiscitario, y ni siquiera en votos sino en escaños. En otras palabras, no estamos en presencia de un desarrollo democrático paccionado como el canadiense (con Québec) o el británico (con Escocia), sino ante un intento de quebrar la legalidad vigente, lo que ni puede desembocar en un divorcio amistoso ni sería encajado si se consumase por la comunidad internacional.

Así las cosas, si la ruptura terminara materializándose, algo que ningún demócrata que respete las leyes democráticas vigentes puede aceptar a priori, no es descabellado pensar que Cataluña quedaría en una situación internacional muy precaria. Fuera de la Unión Europea y, por lo tanto, sin el respaldo del Banco Central Europeo. El aislamiento internacional y la hipótesis del corralito son escenarios que pueden molestar al soberanismo pero que no resultan ni extemporáneos ni irreales.

Al margen de estos efectos concretos, es evidente que la ruptura generaría otros quebrantos empresariales, grandes vacíos comerciales, numerosos rozamientos y otros efectos perturbadores? A fin de cuentas, Cataluña está inserta primero en el mercado español y después en el europeo, por lo que la erección de fronteras nuevas siempre resultaría lesiva. Pero éste no todo ello no configura un problema insuperable porque nadie puede negar que a largo plazo Cataluña podría ser un Estado autosuficiente perfectamente comparable a otros europeos de parecida dimensión.

Y es que, aun dejando sentado todo lo anterior, que no es desdeñable, hay que decir acto seguido que la más irrelevante de las dimensiones del conflicto catalán es el económico financiero. El rapto de particularismo actual, heredero de otros arrebatos localistas y regionalistas de antaño que ya marearon a nuestros ancestros catalanes y españoles, es sobre todo político y social, y se inscribe en una irritación provocada por grupos de radicales y hábilmente extendida a buena parte de la sociedad catalana.

Por ello, es inútil tratar de contrarrestar las tensiones centrífugas mediante amenazas de índole material. Incluso podría asegurarse que anuncios como el de los banqueros, de grandes represalias si los catalanes se comportan de determinada manera, resultan contraproducentes. Porque frente a la exacerbación de la polémica, ante las acusaciones de maltrato y de menosprecio, sólo caben argumentos, reflexiones, negociación? Política en una palabra. Estamos ante un conflicto más sentimental que material, y que requiere por lo tanto más esfuerzo dialéctico que cualquier otra terapia.

Por esto es disparatada la estrategia gubernamental: después de años sin mantener diálogo alguno con las instituciones catalanas, no es razonable apurar el paso a última hora para tratar de amedrentar a los electores con el dibujo a trazos gruesos de las innumerables tragedias que sobrevendrán si no se comportan como deben. Lo que ha de hacerse es dar la cara, provocar los debates, desmentir las falsedades, invocar los grandes acuerdos fundacionales y rescatarlos del olvido, modernizándolos en lo que sea necesario. Trayendo a los intelectuales de ambos lados a la plaza pública a buscar las zonas de convergencia. Y abriendo todos los cauces políticos posibles imaginables. Y que nadie piense, en cualquier caso, que, llegados a este punto, el problema se resolverá por sí solo.

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