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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Ser español

V i "Opera prima", la primera película de Fernando Trueba, en un cine de Palma -ya no recuerdo cuál-, justo cuando se estrenó en el año 80 (hace la tira de tiempo, ya lo sé). No sé qué diría ahora si volviera a ver la película, pero en aquel momento, hace ya treinta y muchos años, lo que más me sorprendió -y lo que más agradecí- fue que aquella película la hubiera hecho un compatriota que vivía en mi mismo país y que hablaba de las cosas que a mí me resultaban más familiares. De hecho, si el grupo de amigos que yo tenía en aquella época se hubiera propuesta rodar una película -suponiendo, claro está, que hubiéramos tenido el dinero y las ganas, y sobre todo el mismo talento de Trueba-, lo más probable es que nos hubiera salido una película muy parecida a "Ópera prima". En la película salía un homenaje a J.D. Salinger (un marco vacío que Óscar Ladoire colgaba en una pared de su casa), y ver "Ópera prima" cuando tenías veintipocos años venía a ser lo mismo que leer "El guardián entre el centeno" cuando eras un adolescente: de pronto te encontrabas con alguien que hablaba tu mismo lenguaje y que de alguna manera te estaba contando tu propia vida.

Y en el caso de Trueba, ese alguien tenía tu misma nacionalidad y hablaba de tu mismo país, y uno se sentía a gusto en el mundo que había creado aquel compatriota que acababa de estrenar su primera película. De repente encontrabas un lugar en el que no te sentías extraño ni mal visto, y en el que incluso podías llegar a sentirte muy cómodo, un sentimiento bastante raro entre jóvenes, y más en aquellos años llenos de delirios ideológicos en los que todos le buscábamos tres pies al gato a base de mezclar marxismo con psicoanálisis y lingüística y sexología y liberación nacional y lo que fuese (aunque ahora, me temo, estemos volviendo a los mismos niveles de delirio). Pero Trueba irrumpió en el cine con una extraña sensatez, haciendo una película divertida, modesta -en el mejor sentido de la palabra- y que no se tomaba nada en serio. Y sobre todo, su película era una invitación a la felicidad, pero lo importante es que la felicidad que perseguía era una felicidad doméstica, a pequeña escala, hecha con unos pocos amigos y una chica a la que querer. Y eso era algo inaudito en aquellos tiempos en los que la máxima aspiración de tantos y tantos jóvenes era imponer la felicidad colectiva a base de consignas y garrotazos (otros preferían las bombas).

Cuento esto porque me ha hecho mucha gracia oír a Fernando Trueba, al recibir no sé qué premio de cinematografía, que él nunca se había sentido español ni siquiera cinco minutos de su vida. Y lo digo porque fue al ver su película cuando por primera vez se me pasó por la cabeza que esa palabra, "español", no era tan fea ni tan horrorosa como habíamos creído durante mucho tiempo. A partir de aquel momento seguí mirando la palabra con desconfianza, pero por primera vez descubrí que ni España ni lo español eran aquellos broncos gritos de guerra que nos habíamos acostumbrado a oír con miedo durante nuestra infancia. Y ahora, muchos años después, esas palabras siguen sin gustarme demasiado, así que sólo las uso en caso de necesidad -en América o en China, cuando alguien te pregunta de dónde eres, supongo que no hay otra forma de identificarse-, pero ya no me parecen tan repulsivas ni tan asfixiantes como en otras épocas. Y eso que todo el mundo que conozco comparte esa misma cautela o incluso esa misma desconfianza hacia la palabra "español", porque nos disgusta que una sola palabra nos defina con una especie de marca grabada a hierro -igual que esas marcas que les ponen al ganado para identificar a su dueño- que estamos obligados a exhibir durante toda la vida. Pero lo que nos disgusta es la marca a hierro, y lo mismo nos disgustaría si nos tuviera que definir como mallorquines o catalanes o cualquier otra cosa.

De todas formas, tengo la impresión de que esa España de la que habla Trueba es más una creación mental que se alimenta de los mitos truculentos del pasado antes que una realidad que nos sigue haciendo la vida imposible. Las películas del mismo Trueba, por ejemplo, demuestran que hay otra España posible, y que la España de Galdós y de Cernuda y de Azaña (y eso por no hablar de la España de los erasmistas o de los afrancesados) fue una España tan real como la otra, aunque por desgracia nunca tuviera muchas oportunidades de cambiar a la sociedad. Y ahora, además, las cosas han cambiado. Un ministro de Cultura de España le entrega un premio en metálico (30.000 euros, que no son poca cosa en estos tiempos) a un director de cine que no se siente español ni cinco segundos de su vida, y no pasa nada, y el director dice eso y el ministro sonríe a su lado. Y es más: el hermano de ese director, el escultor Máximo Trueba, que murió hace ya bastantes años en un accidente de tráfico, tiene un instituto a su nombre en un pueblo de Madrid. Y podríamos citar más y más ejemplos. Puede que esa palabra -"español"- siga sin gustarnos, pero éste de ahora es el único momento de nuestra historia en que nadie puede sentirse avergonzado de ella. Siempre que sea, claro está, tan sensato, modesto y lúcido como era Fernando Trueba cuando rodó "Ópera prima".

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