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Antonio Tarabini

Radicales, ¡va de retro!

Quien más quién menos, especialmente ahora en plena campaña electoral en Catalunya y en precampaña de las generales el próximo mes de diciembre, acusa de “radicales” a sus adversarios políticos. El motivo es muy sencillo: los estrategas electorales parten de la idea preconcebida de que los ciudadanos, futuros votantes, son personas de “orden” (según ellos, especialmente las clases medias, importante granero electoral) y que no quieren ni aventuras, ni radicales, en el poder. ¡Va de retro radicales!, léase fanáticos, violentos, intransigentes, que nos pueden quitar lo mucho (o lo poco) que tenemos. El asunto ha vuelto a reverdecer con la victoria aplastante de Jeremy Corbyn, nuevo líder del laborismo británico, acusado inmediatamente de radical que “representa una amenaza a nuestra seguridad nacional, a nuestra seguridad económica, y a la seguridad de vuestras familias” (palabras de David Cameron, conservador y primer ministro británico).

Pero, ¿qué se entiende realmente, o debería entenderse, por radicalidad? Según diversos diccionarios, radicalidad es “el conjunto de ideas y doctrinas que pretenden una reforma total o muy profunda en el orden político, moral, religioso, científico o en cualquier otro aspecto de la vida”. Y su antónimo (lo contrario) sería el conservadurismo que pretende no modificar todos (o parte) de los parámetros que forman la vida y convivencia ciudadana. Sí es así, yo me declaro abiertamente radical.

Reproduzco parte de un interesante artículo del sociólogo Andreu Grimalt, titulado La radicalitat y publicado el pasado día 14 en elperiscopi.com. La radicalidad “es una de las palabras de moda, empleada (…) por los que quieren criticar la deriva izquierdista de algún partido (…). Uno de los politólogos más lúcidos actualmente en activo, Antón Losada, ha hecho una afirmación que comparto al cien por cien: ‘Lo que antes era socialdemocracia ahora se presenta como izquierda radical, lo que antes era derecha ahora pasa a ser el centro y lo que antes se calificaba como neoliberal ahora se alaba como derecha moderna y elegante’. Este desplazamiento conceptual refleja el desequilibrio político que estamos viviendo actualmente en Europa y los torpes intentos para engañar o al menos despistar al electorado.

¿Por qué medidas como apostar por la inversión pública, auditar la deuda, gravar las rentas más elevadas, controlar la acción de las entidades financieras o luchar por unos servicios públicos gratuitos y de calidad es calificado por algunos como radical? ¿O por qué huyen de la etiqueta de neoliberal políticos que con sus actuaciones entran perfectamente en esta definición?”.

Pero “el término radical es usado (y no siempre adecuadamente) también por los partidos que quieren realzar esta nueva actitud”. El peligro es que la radicalidad se manifieste especialmente en unas formas que a veces pueden trasmitir intransigencia, en las grandes frases lapidarias, en autoconsiderarse como los únicos auténticos radicales incluso rechazando al primo hermano ideológico… Tales riesgos tienden a darse de modo especial (no único) entre los partidos emergentes, y dan ocasión a una derecha conservadora a calificarlos como auténticos y reales peligros públicos. Pero en el caso británico la radicalidad se ha instalado en el interior del laborismo, uno de los santo y seña de la socialdemocracia. Naturalmente, los radicales conservadores ya califican a los laboristas como lobos disfrazados de cordero. Aquí, los populares de Rajoy denuncian a los socialistas como rojos radicales simplemente por haber pactado en algunas comunidades y ayuntamientos con Podemos o con alguna otro partido o coalición de la misma calaña.

¿Será verdad un comentario mordaz del politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca?: “La ironía consiste en que los ciudadanos se han vuelto mucho más temerosos (…). La razón es que cuanto más tiene la gente que perder, más conservadora y medrosa se vuelve ante lo incierto (…) ha ido creciendo el número de familias que son propietarias de una vivienda, que tienen ahorros en bolsa, que poseen fondos de pensiones, etc., con lo que ha disminuido la tolerancia a cualquier tipo de riesgo”. Puede ocurrir, pero no es inevitable. Los ciudadanos y ciudadanas son menos imbéciles de lo que piensan determinados partidos y diversos lobbys. Los votantes saben perfectamente lo que no quieren (más de lo mismo), pero dependerá su voto en positivo de que los partidos y/o coaliciones que afirman estar anclados en la “radicalidad democrática” y que hoy gozan de mayorías parlamentarias o municipales sepan priorizar y visualizar sus objetivos y actuaciones, así como en empeñarse en una gestión pública trasparente y eficaz.

Aquí, sin pretender ofender a nadie, concluyo citando a Bertrand Rusell: “El gran problema del mundo es que los tontos y los fanáticos siempre están muy seguros de sí mismos y los sabios están llenos de dudas”.

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