El placebo es un fármaco inerte capaz de provocar mejoría a ciertos enfermos, si éstos desconocen que están recibiendo una sustancia inocua y se creen que es un medicamento. Un placebo no puede curar un cáncer, por ejemplo, sino que se limita a aliviar sus síntomas superficiales, al tratarse de una poderosa herramienta psicológica a disposición del paciente. Una consecuencia notoria de la gran recesión que padecemos viene dada por la generalización de la superficialidad para resolver desafíos complejos. En lugar de indagar en soluciones sencillas, que tan buen resultado dan y tanta dificultad entrañan, la actualidad está presidida por manifiestas simplezas y frívolas fórmulas. Por lugares comunes, obviedades y palabras huecas que captan de inmediato la atención ciudadana y son seguidas por legiones como si de un eficaz placebo se tratara.

Esta tendencia no se limita al juego político. Se extiende ya a jefaturas de Estado, a altas magistraturas o incluso a líderes espirituales o sociales internacionales. Al ser determinante de las modernas propuestas su atractivo en la opinión pública, se extiende en todas las latitudes no solo el odioso lenguaje políticamente correcto, sino el planteamiento de ocurrencias adolescentes impropias de la evolución social y cultural que, en términos de civilización, nos ha conducido al tiempo presente. Abundan por doquier planes o proyectos no solamente sonrojantes, sino incluso dejados al albur de lo que se vaya decidiendo a salto de mata. Salvo contadas excepciones, quienes hoy ocupan lugares de responsabilidad prefieren optar por la imagen acogedora, complaciente y encantadora como si se tratara de un fin, con independencia del efecto positivo o negativo de sus tareas o del sentido o sinsentido de sus actuaciones sobre las cambiantes y graves realidades que toca afrontar para mejorar las cosas. Las sugerencias de esta hora, incluidas aquellas expresadas por personalidades a las que se les supone altura intelectual o talla moral por ejercer dignidades de trascendencia, transitan desde el más trivial adanismo hasta la ingenuidad más cándida, pasando por recetas caducas o que la historia se ha ocupado de desdeñar, por inútiles. Poco de ponerse manos a la obra a trabajar esforzadamente en métodos, técnicas o sistemas que puedan producir un futuro más halagüeño, a partir de las experiencias acumuladas. Y nada, por supuesto, de indicar que los desafíos son muy serios y requieren de un análisis del mismo jaez, porque ello va contra el espíritu reinante de inconsistencia y buen rollo.

Advierto con estupor que cada vez más personas confían en el placebo social como el único capaz de conducirnos a un porvenir positivo. Pero los problemas graves no son nunca susceptibles de cura con esos inocentes remedios, sino con fármacos y terapias eficaces que ataquen los males desde su raíz, cosa que incluso no siempre se logra ni con estos métodos.

Qué duda cabe que muchos de los dilemas actuales precisan de nuevas formas de enfrentarlos, al ser evidente que los tratamientos aplicados no han conseguido completamente su propósito, pero ello debe hacerse desde procedimientos sensatos y juiciosos que permitan, a partir de las experiencias acumuladas, avanzar y mejorar. Como lo haríamos cualquiera en nuestra propia casa. Lo que no parece de recibo, en cambio, es el recurrente empleo al placebo social para intentar salir del atolladero, en especial porque corremos entonces el riesgo de convertirlo en nocebo, y empeorar los síntomas en la creencia que se trata de una tomadura de pelo que nos provoca efectos dañinos, dolorosos y desagradables, tantas veces irrecuperables.

* Decano de la Facultad de Derecho de la Universitat Internacional de Catalunya