Pretender convertir unas meras elecciones autonómicas en un plebiscito sobre la independencia de Cataluña es de una desfachatez monumental. Anunciar que esa independencia se proclamará si los separatistas obtienen la mayoría absoluta (o sea, la mitad más uno) de los escaños en el nuevo Parlamento y no la mayoría de los votos del censo electoral revela, además, el escaso nivel de conciencia democrática de quienes, llenándose la boca con apelaciones constantes a la voluntad del pueblo, propugnan la denominada "desconexión" del Estado español. Baste observar que la modificación del Estatuto de Autonomía requiere una mayoría de dos tercios de la Cámara catalana y un referéndum de ratificación. Queda, pues, claro que los separatistas se hallan tan persuadidos de la enorme debilidad de las instituciones constitucionales y de las fuerzas políticas de sustentación del régimen de 1978, que se permiten ningunearlo abiertamente y sin escrúpulos.

En efecto, los impulsores del proceso independentista ven el presente momento como una coyuntura especialmente favorable, al coexistir recesión económica, debilitamiento europeo, desencanto ciudadano y contestación general a la corrupta casta dirigente. Y en esta apreciación de la particular idoneidad de la coyuntura para sus propósitos no carecen de razón. Pero tienen igualmente a la vista lo ocurrido el pasado 9N, es decir, la dejación de funciones del Gobierno de la nación y de su presidente ante la celebración en Cataluña de un referéndum flagrantemente inconstitucional, no impedido por las autoridades del Estado. Quienes se consideran a un tiempo catalanes y españoles experimentaron entonces un sentimiento de profunda orfandad. Fue, al menos desde el punto de vista de la ética política, un vergonzoso episodio de traición a España por parte de sus gobernantes, carentes del coraje moral necesario para defender la legalidad derivada de una Constitución democrática. Así, al voluntarismo aventurero y osado de unos se opuso la cobardía e inanidad de otros, que se limitaron a impulsar la acción posterior del ministerio fiscal contra Artur Mas y dos de sus consejeros, sin que ello haya servido de gran cosa hasta ahora: poco cabe esperar de un Tribunal Superior de Justicia en un entorno sociopolítico totalitario.

Y sobre todo: en el punto al que hemos llegado, no es la justicia, sino la acción política, la que debe afrontar el intolerable desafío nacionalista. Mariano Rajoy, intentando siempre que otros le saquen las castañas del fuego, persiste, sin embargo, en acudir a las vías jurisdiccionales. De ahí la proposición de ley del Grupo Parlamentario Popular, presentada el 1 de septiembre, para facultar al Tribunal Constitucional a que pueda acordar la suspensión en sus funciones de las autoridades o funcionarios que incumplan sus resoluciones y disponer la ejecución sustitutoria de las mismas por el Gobierno. Aprobar esta modificación legal de prisa y corriendo poco antes de la conclusión de la legislatura, además de los riesgos de chapuza técnica que conlleva, testimonia que a la pusilanimidad presidencial se añade un extraordinario nerviosismo de última hora, propio del mal estudiante ante la inminencia del examen. Y, ciertamente, Artur Mas va a examinar a Rajoy, y ya sabe por experiencia que es un dirigente que se amilana. También sabe que el Gobierno central no ha hecho sus deberes en asignatura tan fundamental como la unidad territorial del país, porque ni el Código Penal contiene el delito de convocatoria ilegal de referendos (que introdujo el PP en época de Aznar y derogó el PSOE en el primer mandato de Zapatero) ni sanciona, desde la reforma Belloch de 1995, la declaración unilateral de independencia mientras no conlleve un alzamiento público y violento, a diferencia, por cierto, del Código Penal de la II República. ¿Por qué los populares, que acaban de aprobar una profunda reforma del Código Penal (mediante la ley orgánica 1/2015, de 30 de marzo), no incluyeron en ella semejantes precauciones? Su conducta actual resulta incoherente y torpe. Que García Albiol, un demagogo con fama de xenófobo, apadrine la nueva iniciativa legislativa del PP desde la sede del Congreso es ya la guinda del pastel. Artur Mas lo sabe y se frota las manos. A sus adláteres les ha faltado tiempo para tachar de fascista la reforma legal.

Más incoherencia todavía. A medida que la apuesta separatista iba subiendo en estos últimos años, se mencionaba por unos y otros contendientes del debate político la posibilidad de que el Gobierno hiciera uso del mecanismo coactivo que contempla el artículo 155 de nuestra carta magna. El presupuesto de ese mecanismo es que una comunidad autónoma no cumpla las obligaciones que la Constitución y las leyes le imponen o actúe de forma que atente gravemente al interés general de España. Pues bien: hace mucho que la Generalitat de Cataluña, mediante la puesta en marcha del denominado proceso de transición nacional a la independencia, se halla en semejantes circunstancias, sin que el Gobierno central haya utilizado el recurso defensivo del Estado contemplado en el artículo 155. Tampoco ha considerado necesario desarrollar legislativamente dicho precepto, con la finalidad de precisar las medidas que el Ejecutivo está en disposición de adoptar. Ello hubiera resultado sumamente conveniente, a fin de que todos tuvieran las cosas claras respecto a las consecuencias de sus actos.

Si un Gobierno con un potente respaldo parlamentario como el de Mariano Rajoy (mayoría absoluta en el Congreso y en el Senado) no ha cumplido con su deber, bien sea por apocamiento, por pereza o por táctica alicorta, y se ha limitado a mendigar, con escaso sentido de la dignidad nacional, una intervención de apoyo psicológico de Angela Merkel y otros líderes europeos, ¿qué cabe esperar del Gabinete que surja de las urnas de diciembre y de unas Cortes previsiblemente más fragmentadas? Bueno, si lo preside Pedro Sánchez, la receta a aplicar a la cuestión catalana se dispensará en la farmacia doctrinal del PSC: toneladas de vaselina, confusión y pirotecnia. Y si lo preside Rajoy? Pero no, me resisto a contemplar esa eventualidad. Esperemos que a alguien con el carácter de Enrique IV le suceda alguien con el temple de Isabel I.

* Catedrático de Derecho Constitucional