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La parte oscura

Una vez que hemos promocionado la hospitalidad y la caridad, pues somos ciudadanos de buen corazón. Una vez que hemos aplaudido a los refugiados que han ido llegando al corazón de Europa y los hemos recibido con pancartas de bienvenida, es hora de ponerse a pensar un poco, de sacudirnos el entusiasmo del buen anfitrión y de escuchar al aguafiestas de turno, pues todos son dignos de ser atendidos, tanto los fervientes receptores, profesionales de la solidaridad y del samaritanismo, como a los escépticos y reticentes, incluso incrédulos. Estos últimos, aunque desempeñen el papel más arduo y menos vistoso, incluso antipático, deben ser escuchados. Las monedas tienen dos caras, y la cruz es una de ellas. No es nada descabellado sospechar y pensar que, entre tanto refugiado, alguno habrá que sea yihadista o, con el tiempo, acabe sumándose a la causa. Sí, aunque lo diga el beatorro y denostado ministro Fernández Díaz. Estamos obligados a pensarlo todo, a valorar los pros y los contras de la hospitalidad, esa misma hospitalidad que en el artículo anterior yo mismo ensalzaba como un valor que otorga dignidad al anfitrión. Ahora bien, no podemos pasar por alto al aguafiestas que casi todos albergamos en nuestro interior, ese mismo que convive con el hospitalario y el generoso, con el sensible y el acogedor, y sospechar lo peor. En fin, que podemos estar aplaudiendo a un futuro verdugo. Ya sé que todo esto que estoy poniendo sobre el tapete molesta bastante. De algún modo, estoy tratando de verle la zona oscura, la parte menos amable del asunto. Yo soy el primer fastidiado. Sin embargo, tampoco podemos caer en el buenismo acrítico. No podemos hacer lo mismo que hizo un alcalde alemán ante la llegada de tanto refugiado musulmán. Al buen hombre no se le ocurrió otra cosa que aconsejar a las chicas y mujeres del pueblo en cuestión, que se cubriesen el rostro para no provocar a los refugiados masculinos. Para evitar males mayores, el buen alcalde redactó un aviso. Decisiones de ese tipo, gestos de estas características son los que indican que los valores de Europa empiezan a flaquear. Que un alcalde europeo, en su afán desmedido de quedar bien con el visitante, cometa ese tipo de imbecilidades, da a entender que a Europa le están temblando las piernas. Porque una cosa es ser correcto, amable, incluso cariñoso con quien entra en tu casa, y otra muy distinta ser un sujeto vaciado de contenido que, deseando a toda costa gustar al que llega, acabará siendo despreciado por éste y por los propios. No olvidemos que la mayoría de estos refugiados abraza el islamismo, y prefiere a un cristiano o a un judío convencido, que respeta y hace respetar sus respectivas tradiciones, que a un individuo que se ha ofrecido, no ya como anfitrión, sino como alfombra o felpudo. Aunque uno sea partidario de un laicismo sin complejos, no dejando que la religión se inmiscuya en asuntos de política y educación pública, por poner dos ejemplos. Es otro debate.

Un tipo que renuncia a sus valores y adquiere, aunque sea formal y momentáneamente, los de una religión tan ajena y, en muchos casos, tan despectiva con la mujer, no merece gran cosa. De acuerdo, seamos generosos y hospitalarios, pero no tontos. Freud, Marx y Nietzsche nos enseñaron a sospechar. No seamos, pues, tan cándidos como para echar por tierra todo su nervio intelectual y hacer de la debilidad una virtud. La hospitalidad nunca ha significado bajarse los pantalones ante el primer refugiado. Los valores europeos, los que hicieron de Europa un lugar digno de ser habitado, a pesar de las miserias y de las guerras sucesivas, no pueden ser malvendidos, incluso regalados. Se equivocan si creen que el visitante apreciará ese gesto. A la inversa, lo verá como una triste y pisoteable acepten el palabro claudicación. Ya digo, me estoy poniendo en lo peor. Puede que no ocurra, pero estamos obligados a activar la sospecha. Una sospecha que nada tiene que ver con el miedo o con la cohibición, con el cerrar las puertas o con vivir con el alma en vilo. Simplemente, ser conscientes de que toda esta operación conlleva sus riesgos y peligros. Y eso sí, no replegarse ni acobardarse. Saber, en definitiva, que muchos refugiados rechazan las cajas de alimentos por la sencilla razón de que en su superficie han detectado el símbolo de Cruz Roja.

De acuerdo, que pasen los que tengan que pasar y que, además, sean bien tratados. Faltaría más. Nobleza obliga. Ahora bien, andemos con tiento y que la sonrisa no se nos congele en la boca. Y disculpen a este malpensado que, en el fondo, no lo es tanto. Ni mucho menos. Pero lo cierto es que, a veces, estamos obligados a tratar el tema, cualquier tema, desde varios ángulos, y me estoy dejando muchos. Aunque por una vez, madre mía, uno coincida con Fernández Díaz.

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