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Antonio Papell

Las duras denuncias del Poder Judicial

Es triste tener que reconocerlo, pero la clase política ha sido incapaz de luchar internamente contra la corrupción, de detectarla por su cuenta y de erradicarla sin contemplaciones. Los partidos no han querido hacer limpieza de puertas adentro y las instituciones no han sabido esclarecer el escándalo y repudiar las conductas impropias. Las comisiones parlamentarias de investigación, cuando se han creado, han sido un fiasco. Ha tenido que ser el poder judicial, pese a las limitaciones constitucionales de un modelo que no ha delimitado con suficiente claridad la separación de poderes, el que ha depurado, está depurando, la situación "de degradación de la vida pública" a que se ha llegado en esta legislatura, en palabras utilizadas el pasado martes por el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, en el acto de apertura del año judicial, que en esta ocasión ha sido escenario de duros alegatos contra las intromisiones políticas en el funcionamiento del sistema judicial.

El presidente del poder judicial, que ha ensalzado la independencia de sus miembros, ha dejado caer que "las críticas interesadas no van a conseguir debilitarla ni corroer la confianza de los ciudadanos en las instituciones judiciales", ya que los magistrados son "conscientes de que la independencia no es un privilegio del juez, sino una garantía del ciudadano". Pero ha sido la fiscal general del Estado, Consuelo Madrigal, quien ha salido con ardor en defensa del papel de sus subordinados con una clara crítica a los obstáculos que estos encuentran en el cumplimiento de sus obligaciones. La fiscal ha denunciado, en fin, diversos elementos de la "presión agobiante" que padecen: los "reclamos mediáticos a veces incompatibles con la seguridad de la investigación, las críticas partidistas o interesadas e incluso el hostigamiento" que sufren los fiscales anticorrupción. Según Madrigal, estos representantes del ministerio público "no siempre pueden desempeñar sus difíciles funciones en el clima de serenidad, confianza y respeto que sería deseable". Madrigal ha denunciado también que "en ocasiones" se produce un "injusto cuestionamiento del trabajo y la imparcialidad de la Fiscalía en relación con ciertas investigaciones". Cuando "para desmontar reticencias, basta acudir a las hemerotecas o hacer honesto ejercicio de memoria", lo que bastará para constatar que el ministerio público investiga "cuando tiene sospechas bien fundadas y evidencias, sin atender a identidad, posición, afinidad o militancia política de las personas físicas o jurídicas investigadas ni a los cargos que ostentan o han ostentado".

La denuncia es resonante, y probablemente no debería quedar recluida en el protocolo de un acto sin mayor trascendencia. Madrigal insinúa que los partidos y los poderes del Estado han presionado sobre el aparato judicial para lograr la impunidad, para disuadir a la Justicia de investigar los delitos, para amedrentar a los fiscales. Y estas graves acusaciones deberían lanzarse en sede parlamentaria, para entender mejor la queja y señalar, aunque sea genéricamente, a los responsables de este intento, felizmente fallido, de hacer borrón y cuenta nueva.

Se entendería mal, en definitiva, que estas duras acusaciones lanzadas por la cúpula de la judicatura, que coinciden con la opinión que tiene sobre el particular gran parte de la clase periodística y con las intuiciones de la opinión pública más avezada, no sean objeto de un debate parlamentario que pueda tener una traducción electoral. Porque aunque la corrupción esté seguramente descontada, o casi, en las próximas elecciones generales, es muy deseable que el problema no deje de estar presente en los programas políticos que los partidos lleven a las urnas. Porque no sólo se trata de depurar políticamente los escándalos sino de fortalecer material y moralmente al poder judicial para que siga siendo garante de la legalidad.

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