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Antonio Papell

¡Pues claro que Cataluña es singular!

En los últimos días, Felipe González declaró a un periodista catalán que estaba "a favor de una reforma [constitucional] que reconozca a Cataluña como nación". Este pasado fin de semana, el secretario general del PSOE aceptaba el reconocimiento de la singularidad de Cataluña, "con sus historias, tradiciones, instituciones, lengua y cultura", reconocimiento que sería un elemento de la reforma constitucional de corte federal que propone. Pedro Sánchez se declaró además catalanista y reivindicó el catalanismo progresista como única forma de avanzar en la solución del contencioso y de mantener la unidad territorial.

Que a estas alturas se mantenga todavía este debate, que es básicamente intelectual y no político, y que presenta ribetes exclusivamente semánticos, produciría irrisión si no estuviéramos a punto de asistir al mayor accidente de toda la etapa democrática desde la Transición. La Constitución -que a veces se olvida- garantiza en su artículo 2 "el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones" que integran la Nación española. Y en el preámbulo, esa misma Nación, erigida en ente constituyente, proclama su voluntad de "proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones". El celo de los vascos que intervinieron en la génesis constitucional consiguió además que los constituyentes añadieran una disposición adicional primera que dice textualmente: "La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales".

En realidad, si los catalanes -personificados en las constituyentes por Miquel Roca, que representaba la voluntad de Pujol- hubieran deseado y solicitado una mención parecida o incluso un sistema de financiación propio semejante al que se otorgaría a vascos y catalanes, hubiesen conseguido ambas dádivas. Fuentes del PNV, citadas por Miguel Ángel Menéndez, han revelado que en 1978, los nacionalistas Carlos Garaikoetxea y Jordi Pujol mantuvieron una reunión en la que Garaikoetxea le planteó a Pujol que Cataluña también podía reivindicar un Concierto semejante al que iban a obtener Navarra y Euskadi. Garaikoetxea describió a Pujol las excelencias del modelo, pero Pujol desechó tal fórmula por no considerarla conveniente para Cataluña.

En estas circunstancias, proclamar que Cataluña es una nación, en el sentido político del término, es casi una obviedad. Como lo es asimismo que ser una nación -hay más de doscientas en Europa- no significa poseer el derecho a disponer de un estado propio e independiente.

Sucede sin embargo que el reconocimiento de la singularidad no implica necesariamente privilegios en un Estado compuesto. La concesión a Cataluña de unas características disimétricas y de una financiación singular en que la comunidad recaude y gaste con mayores grados de libertad no significa que quede excluida de la solidaridad interterritorial que la propia Constitución impone, y cuyos términos deberían ser objeto de un nuevo pacto, y no bilateral sino multilateral. El célebre 'federalismo asimétrico' que tan frecuentemente citaba Maragall no propugnaba otra cosa que el simple reconocimiento de la diversidad, que debe acomodarse en ciertos aspectos al interés superior del Estado y en otros ha de quedar al arbitrio exclusivo de cada comunidad autónoma. Los ejemplos federales más a mano, Alemania o Estados Unidos por ejemplo, muestran a las claras lo que quiere decirse.

En todo caso, conviene que se sepa que la solución del problema catalán no pasa por castigar a los independentistas, estrechar el punto de mira e imponer una recentralización castradora e inadmisible sino por atender los puntos de vista de quienes, con buen sentido, han defendido la 'tercera vía' que consiste en acentuar la autonomía política al tiempo que se fortalece el engrudo que da origen al Estado español.

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